Antes bien creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A El sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad"

2°PEDRO 3:18

10.11.19

El Ministerio del Señor



PALESTINA
Palestina es un país pequeño, teniendo por límite occidental el Mar Mediterráneo (el Mar Grande) y por límite oriental el río Jordán, bien que, desde los tiempos de Moisés durante la vida terrestre del Señor, regiones de fronteras fluctuantes al Este del Jordán se incluían en lo que se puede denominar la «Palestina mayor». Al Norte se hallaban los países (o provincias, según la época histórica) de Fenicia, en el litoral inmediato, y Siria que abarcaba la región del Antilíbano y las altas aguas del río Éufrates, con salidas al mar por la parte de Antioquía. Los accidentes geo­gráficos del Norte eran la sierra del Líbano, paralela a la costa de Fenicia, y el Antilíbano que se extendía desde el célebre Monte Hermón hacia el Norte. Al Sur, además del Mar Muerto, se ha­llaban extensos terrenos desiertos o semidesiertos, pasando a la Península del Sinaí.

Dimensiones. Para formarnos una idea de lo reducido del país, basta recordar que la distancia extrema de Norte a Sur, desde el Líbano hasta la punta sur del Mar Muerto es de 280 km aproxi­madamente; que de la costa mediterránea hasta el Mar de Galilea no hay más que 47 km, y de la costa hasta el Mar Muerto, 87 km (véase página 335). Podemos recordar que de Madrid a Barcelo­na en línea recta hay como 480 km, y de Buenos Aires a Córdoba (Argentina) alrededor de 800 km. Casi igual distancia hay de Irún a Gibraltar, la extensión máxima de España de Norte a Sur.
Rasgos geográficos. El Jordán nace en las estribaciones del Monte Hermón, para fluir en dirección sur, pasando primeramen­te por un pequeño lago llamado «las Aguas de Merón» (o Huley), y luego por el Mar de Galilea, o de Tiberíades, que no es un «mar» sino un lago de 21 por 11 km en sus dimensiones extremas, y de la forma aproximada de una pera. El Jordán sigue su curso por un valle hondo, una sección de una enorme falla geológica que se extiende desde el Antilíbano, por el Mar Muerto, por la hon­dura del Akaba y debajo del mar hasta la costa oriental de Áfri­ca. Este hecho explica por qué el valle se halla debajo del nivel del Mar Mediterráneo, llegando este desnivel a 430 m en el Mar Muerto, de donde las aguas no tienen salida aparte de la evapo­ración del lago-caldera, cuyas aguas son de una elevada salinidad por tal causa. El valle del Jordán tiene una anchura media de 8 km, bordeado por montañas escarpadas que son las «paredes» de tan notable falla geológica. El rio serpentea en su hondo le­cho, que es caluroso y fértil. En ciertos lugares hay vados que permiten el tránsito desde Palestina a Transjordania, hallándose uno cerca de Jericó, y otro cerca de Pella, donde se juntaban las regiones de Galilea, Samaría, Perea y Decápolis.
En general, Palestina es un país montañoso, hallándose la ele­vación mayor en una meseta que abarca la parte central de Judea y llega hasta el norte del Monte Gerizim en Samaría. Al norte de la meseta se halla una llanura irregular (la parte norte de Samaría y la del sur de Galilea) que da lugar a altas montañas según se procede al Norte para acercarse a las sierras del Líbano y del Antilíbano. Del Jordán, hacia el occidente, se halla primeramente una subida rápida desde el hondo valle hasta las alturas máxi­mas que hemos mencionado, pasadas las cuales hay un descen­so a estribaciones con valles fértiles (la Sepela) que pierden altitud hasta reducirse a la llanura del litoral «de Sarón» y «de Filistía», según se halla más al norte o al sur. Una estribación importante pasa de la meseta central (Samaría) hacia el mar en sentido noroeste, formando el promontorio del Carmelo al final. Entre esta estribación y el Mar de Galilea la llanura irregular facilitaba el tránsito desde Damasco al litoral, a través de un bajo puerto en el Carmelo cerca de Megido. Esta llanura se llama «de Jezreel» o de «Esdraelón», famosa en la historia y en la profecía por su importancia estratégica, ya que se convirtió en «el Cami­no de las Gentes». En los cerros que dominan la llanura de Jezreel se halla Nazaret, donde se crió el Señor.
En el centro del país (Samaría) se hallan los montes Gerizim y Ebal, considerados por los samaritanos como sagrados. Cerca de ellos conversó Jesús con la mujer samaritana.
Condiciones agrícolas y de ganadería. Es evidente que el lar­go y estrecho valle del Jordán, donde es fácil el riego, se presta al cultivo intensivo, en condiciones subtropicales. El litoral me­diterráneo también es fértil, y produce todas las cosechas nor­males del área mediterránea, tales como cereales, olivos, la vid y árboles frutales, de los que ocupan el lugar principal en tiem­pos modernos los cítricos. En los valles de la Sepela el cultivo intensivo depende de la posibilidad del riego, mientras que los cerros ofrecen pastos para ovejas y ganados en general. En la quebrantada meseta, los calles pueden aprovecharse para el cul­tivo a la manera de las serranías en el sudeste de España, pero por lo demás los habitantes viven de la ganadería, y el pastor se mueve (o se movía) constantemente en busca de pastos. Las lla­nuras y los cerros de Galilea son parecidos a la Sepela y el lito­ral del Oeste. Desde el antiguo Hebrón, en dirección al Sur, los semidesiertos (a menudo llamados «desiertos» en la Biblia) pa­san a ser regiones estériles, donde había poca vida en los días del ministerio del Señor. De todos es sabido que en nuestros días los dos millones de judíos que han vuelto a su país han aplicado técnicas modernas al cultivo de la parte de Palestina que han podido ocupar, haciendo que mucho que era desértico bajo los turcos y los árabes floreciera como un vergel.
Hasta hace pocos años la vida de Palestina había cambiado poco desde el primer siglo, pero hoy en día todo se transforma. El valle abrasador del Mar Muerto ofrece ahora amplio campo para explotaciones minerales y químicas, y el Neguev en el Sur (la región de Hebrón) adquiere gran importancia. Pero en cuan­to al fondo del ministerio del Señor, las ilustraciones de la vida árabe de hace cincuenta años sirven muy bien para ayudar a for­marnos una idea de las condiciones que cambiaron poco a tra­vés de casi dos milenios. En vista de que las rutas de mayor importancia dependían en parte de las condiciones políticas, re­ligiosas y sociales, éstas se describirán más abajo.
CONDICIONES POLITICORRELIGIOSAS DEL MINISTERIO DEL SEÑOR
El imperio de Roma
El imperio de Roma constituía el factor político que determi­naba todos los demás durante el primer siglo. La gran república había extendido el poderío y la influencia de Roma desde Galia hasta Mesopotamia durante los siglos anteriores a nuestra era, recogiendo Augusto, hijo adoptivo de Julio César, la herencia de conceptos y de poder del prócer que transformó la República en Imperio. El periodo del imperio, por lo tanto, puede datarse del año 27 a. C., y el Senado había conferido tales poderes a Augusto que todo gobierno, en todas las provincias, le correspondía; no siempre nombraba a procónsules o a procuradores, sin embar­go, pues a veces confirmaba sobre el trono a reyes nacionales que regían sus respectivos países por gracia del Emperador. En Siria, provincia de gran importancia, se hallaba un procónsul (Quirinio cuando Cristo nació), quien ejercía cierta supervisión sobre Palestina. En el momento del nacimiento (fecha única en la historia espiritual de la raza, pero ignorada por la política con­temporánea) Herodes «el Grande», por haberse congraciado con el Emperador, gobernaba todo el país, con la excepción de Decápolis, una confederación de ciudades de límites fluctuantes al sudeste del Mar de Galilea, pero que incluía otros centros importantes, hasta Damasco mismo, dependiendo todo ello del procónsul de Siria. Hubo un área también alrededor de Gaza, en la antigua Filistía, que se excluía de los dominios de Herodes y dependía del procónsul de Siria.
Hemos de recordar que Herodes no era judío de nacimiento, pero sí de religión. Procedía de Idumea (Edom) al Sur y Sudeste de Judea. Por una mezcla de astucia, de diplomacia y de fuerza, había logrado la soberanía, pero los judíos estrictos nunca se ol­vidaron de que la familia herodiana tuvo sus raíces en Edom, la tierra de los descendientes de Esaú, enemigos durante siglos de la monarquía davídica. Se casó con una princesa de la línea sacerdotal-real de los asmoneos con el fin de establecerse más firmemente en Palestina, y, sobre todo, quiso ganar el favor de los judíos por la magna tarea de reedificar el Templo de Jerusa­lén en vasta escala de inusitada magnificencia.
Por testamento suyo (sujeto a la aprobación de Roma) Herodes dejó las regiones de Judea, Samaría y el norte de Idumea a su hijo Arquelao, pero éste no pudo mantenerse en el poder, y en el año 6 las mismas regiones pasaron al poder de un procurador romano, bajo la supervisión general del procónsul de Siria.
Según los términos del mismo testamento, Galilea y Perea (véase página 335) fueron regidas por el tetrarca Herodes Antipas, y una amplia región al nordeste del Mar de Galilea (Gaulianitis, Iturea, Traconitis, etc.) constituía la tetrarquía de Felipe, otro hijo de Herodes «el Grande». La égida de Roma y la supervisión del procónsul de Siria daban una unidad efectiva a esta diversidad de regiones y de gobiernos. Es de suponer que Herodes Antipas tendría un medio eficaz para pasar tropas, etc., desde Galilea a Perea, a pesar de estar separadas por un rincón de Decápolis.
Desde el punto de vista de los romanos, Palestina era una pro­vincia fronteriza que servía de baluarte contra las incursiones de los árabes nabateos y los partos, que se hallaban en un estado de perpetua y peligrosa agitación al Este.
El judaísmo y la civilización helenística
Es evidente que el Señor limitaba su ministerio en todo lo posible a ciudades y áreas donde dominaba la influencia judaica, pero los escritos de Flavio Josefo, juntamente con los descubri­mientos arqueológicos, demuestran que mucho del país estaba helenizado; es decir, que los habitantes vivían al estilo de los romanos y los griegos. Esto se ve por los restos de amplios foros ;n el centro de las muchas ciudades, con los establecimientos de baños públicos, los circos, los teatros, los templos, etc. Como centros helenizantes se destacaban Cesarea, Samaría (Sebasté), Tiberias, Cesarea de Filipo, con todas las de Decápolis (diez ciudades); éstas y otras muchas eran ciudades griegas más bien que judías. Aun Capernaum y Betsaida tendrían su sector helenizado, pero en ambos casos quedaría la ciudad antigua y pesquera don­de Jesús podía ejercer su ministerio entre los galileos.
Los herodianos aceptaban las influencias helenísticas junta­mente con la dinastía herodiana, considerando que era mejor disfrutar de la protección de Roma por tales medios, que no ex­ponerse a ser extirpados como nación. Los saduceos compartían este punto de vista como medida práctica. En cambio, la presen­cia inmediata de las manifestaciones del dominio militar de Roma y del boato de la civilización griega, exacerbaba el patriotismo y el fanatismo de los fariseos, levantándose violentas ráfagas de oposición entre los celotes. Todos estos factores prestaban una fuerza explosiva a toda pretensión mesiánica, y explican muchas de las reacciones del pueblo, de las sectas y de los príncipes, fren­te a Cristo. No sólo eso, sino que vemos cómo se va acumulan­do fatalmente la pólvora que por fin explotó en la insurrección del año 66, y que tuvo por resultado la destrucción de Jerusalén y la extinción aun de la nacionalidad subordinada y sujeta de los judíos. Desde entonces ha sido una raza sin hogar hasta la fecha del Estado de Israel de nuestros tiempos.
El gobierno interno de los judíos. El imperio de Roma no so­lía destruir todo vestigio de las instituciones nacionales de los países subordinados, sabiendo que muchas cuestiones podían resolverse mejor mediante autoridades indígenas. En sus prime­ros contactos con los judíos habían tratado con los príncipes de la dinastía asmonea (descendientes de los patrióticos macabeos), pero hemos visto que Herodes supo desplazar a los sacerdotes- reyes, agarrando él mismo las riendas del poder. Con todo, el sanedrín, el consejo nacional de los judíos, todavía funcionaba bajo la presidencia del sumo sacerdote del día. Se componía de setenta miembros, la mayoría de los cuales procedían de la casta sacerdotal (saduceos en cuanto a su secta), siendo los restantes ancianos del pueblo y escribas (doctores de la ley) escogidos mayormente de la secta de los fariseos. Constituía el sanedrín una especie de senado del pueblo judío y, a la vez, su «tribunal supremo» en toda cuestión religiosa o interna. Los ancianos de las distintas sinagogas podían entender en las causas de menor importancia, pero los asuntos graves pasaban al sanedrín. Por los Evangelios es evidente que no podía ejecutar una sentencia de muerte sin la concurrencia del procurador romano, bien que, en momentos de confusión administrativa, a veces se arrogaba para sí este derecho como en el caso del apedreamiento de Esteban. Los procuradores romanos solían residir en la torre Antonia, que dominaba el área del Templo en épocas festivas cuando había peligro de motines, mayormente por la llegada de grupos de celotes desde Galilea. A los rabinos les gustaba hallar el origen del sanedrín en el nombramiento de los setenta ancianos que habían de ayudar a Moisés en el gobierno del pueblo según Nú­meros, capítulo 11, pero no hay evidencia histórica de su fun­cionamiento antes de la época del dominio griego, del siglo iv a.C. en adelante. Después de la destrucción de Jerusalén fue re­sucitado por los fariseos con fines puramente religiosos.
Las sinagogas. Quedaríamos sin luz sobre muchos incidentes en los Evangelios si ignorásemos el significado de las sinago­gas, o «lugares de reunión», que se hallaban en todos los pue­blos de Palestina y en toda ciudad extranjera donde hubiera una colonia judía; hasta había numerosas sinagogas en Jerusalén, a la misma sombra del Templo. La sinagoga tuvo su origen duran­te el cautiverio babilónico, cuando los judíos transportados sen­tían la necesidad de reunirse para escuchar la lectura del Pentateuco y otros escritos sagrados. La sencilla organización interna se basaba sobre el respeto hebreo por la ancianidad, siendo reconocidos como «ancianos» los hombres de madurez moral y espiritual. Había también presidentes que organizaban el culto de los sábados y un servidor que cuidaba del edificio y enseñaba entre semana a los niños de la comunidad. Es necesario estimar bien la importancia de este centro local de la vida religiosa, so­cial y cultural de la raza judaica, y su relación con los principios del cristianismo es evidente por la lectura de Los Hechos.
El Templo. El Templo era el centro visible de la religión he­brea. Dios había instruido a Moisés en cuanto al Tabernáculo en el desierto (Ex. 25-31) y a David sobre el edificio permanente que lo había de sustituir al establecerse la monarquía davídica (1 Cr. 28:11-19). La ruina del testimonio de la dinastía trajo como consecuencia obligada la destrucción de la Casa de Jehová, pero el primer pensamiento del resto que volvió a Judea, según los términos del edicto del emperador persa, Ciro, era el de volver a levantar el sagrado edificio que simbolizaba la presencia de Dios con su pueblo (Esd. 3 y 55, con las profecías de Hageo y de Zacarías). Aparentemente el Arca del Pacto se había perdido en la destrucción de Jerusalén y del Templo por las fuerzas de Nabucodonosor, de modo que el simbolismo del nuevo Templo no podía completarse. Sin embargo, los sacerdotes, según sus órdenes, ofrecían los sacrificios matutinos y de la tarde, además del incienso sobre el altar de oro (Le. 1:8-11, 23). Los varones israelitas procuraban subir a Jerusalén para las grandes fiestas, con referencia especial a la de la Pascua, cuando centenares de miles de corderos se inmolaban en el Templo. El Señor recono­cía al Templo como la «Casa de su Padre», «casa de oración para todas las naciones» (Jn. 2:16; Mr. 11:17), y por eso mismo fue constreñido a «limpiarla» de las manchas del comercialismo que enriquecía la casta sacerdotal. Por fin, siendo él rechazado como verdadero Señor del Templo, profetizó su completa destrucción (Mr. 13:2).
El llamado Templo de Herodes ocupaba una explanada mu­cho mayor que la de los anteriores, lo que permitía la construc­ción de los amplios patios con sus magníficos pórticos (constituyendo todo ello el atrio de los gentiles) que rodeaban el verdadero santuario. El atrio y los pórticos figuran muchas veccs en la historia del ministerio del Señor y de los apóstoles, por ser el punto de reunión de los judíos de Jerusalén como también de los visitantes de la Dispersión.

Las sectas y los partidos de los judíos
Las sectas que se nombran en los Evangelios son: los fariseos, los saduceos, y los herodianos. Por Flavio Josefo sabemos de los esenios, que llevaban una vida ascética y, si se nos permite un término que corresponde a otra época, monástica. El descubri­miento de los rollos de las comunidades esenias que vivían alre­dedor del Mar Muerto ha avivado mucho el interés en esta secta, pero como no figuran en las narraciones evangélicas nos basta esta mención de paso aquí.
Los fariseos. El Maestro chocaba frecuentemente con los fa­riseos y sus escribas, pero tenemos que recordar que había fari­seos «buenos» y «malos», y que entre todas las tendencias religiosas de Israel, ésta era la más sana. El partido se originó en los tiempos de la dominación griega, y aunque apoyaron a los macabeos en su lucha contra el tirano Antíoco Epífanes, que quería destruir la religión judaica, protestaron después contra la política ambiciosa y mundana de la dinastía asmonea, derivada de los macabeos. Pasaban su tiempo estudiando la ley, y su nom­bre significa «los separados». Su celo minucioso se convertía fácilmente en aquella hipocresía que tantas veces merecía el re­proche del Maestro. Admitían todo el canon del AT, reconocían la parte espiritual del hombre, con la resurrección de los muer­tos, comprendiendo por las Escrituras la existencia de seres an­gelicales. Su firme creencia en la resurrección menguó en algo su oposición a los apóstoles durante los primeros años de la Igle­sia naciente. Los fariseos que figurativamente hacían «sonar una trompeta» ante sí para llamar la atención a sus buenas obras eran seres despreciables, pero hemos de tener en cuenta que todos los piadosos que esperaban la consolación de Israel formaban en las filas de los fariseos; pensemos por ejemplo en Nicodemo, en José de Arimatea, en la declaración de Marta en Juan 11:24, etcétera.
Los fariseos no disfrutaban ni del dinero ni de las elevadas posiciones sociales y jerárquicas de los saduceos, pero su doc­trina y su firme actitud frente al Imperio romano, agradaba mu­cho más al pueblo, y por ende sus ancianos y rabinos tenían que ser respetados en el sanedrín.
Los celotes eran fariseos militantes, dispuestos a tomar armas en contra del poder pagano que sujetaba al pueblo de Dios.
Los saduceos. Según su propia tradición, su nombre se deriva­ba de Sadoc, sumo sacerdote en los tiempos de David y Salomón. Se formó el partido alrededor de la casta sacerdotal, y puesto que los romanos trataban con el sumo sacerdote y el sanedrín del día, eran el partido del gobierno. La familia sumo sacerdotal y sus aso­ciados controlaban el área del Templo, y así pudieron enriquecer­ se comerciando con las ofrendas del pueblo, que el Señor denun­ció por dos veces. La fuente de autoridad para ellos era el Pentateuco, y aunque admitían el valor de los demás escritos del AT, no querían reconocer la doctrina de la resurrección, ni la su­pervivencia del alma, ni la existencia de ángeles. Extraían del Pentateuco un frío código moral (que no guardaban) y por lo de­más se interesaban en los ambiciosos propósitos de su partido. Desaparecieron juntamente con el Templo que era su centro, y el judaismo posterior se deriva de los fariseos.
Los herodianos. Éstos se mencionan dos veces en los Evan­gelios (Mr. 3:6; Mt. 22:16; Mr. 12:13), y parece ser que se trata de un partido político que apoyaba la dinastía herodiana por ra­zones prácticas, más bien que de una secta con sus creencias dis­tintivas. Les vemos aliarse con sus enemigos políticos, los fariseos, por comprender quizá que el Reino espiritual que pro­clamaba Cristo era incompatible con sus ambiciones mundanas.
Los escribas. Se llaman también «doctores de la ley», y no constituían una secta, sino una profesión. Habían estudiado la interpretación de la ley en las escuelas de Jerusalén según la tra­dición de los ancianos, y explicaban los puntos que surgían, no por el libre examen del texto, ni por su criterio propio, sino por los pronunciamientos de rabinos anteriores. La mayoría perte­necía a la secta de los fariseos.

La tradición de los ancianos
Desde los tiempos de Esdras se había formulado una «tradi­ción oral» de interpretaciones del texto sagrado y, con el decai­miento de una verdadera espiritualidad, esta tradición se endureció para formar un sistema legalista que, lejos de aclarar el texto, lo contradecía. El Señor denunció un terrible caso típi­co: la costumbre del «Corbán», que anulaba el espíritu de la ley: «Honrarás a tu padre y a tu madre...» (Mr. 7:1-23).

Las fiestas de los judíos
El capítulo 23 de Levítico determina el año religioso de Is­rael. La fiesta básica es la Pascua, que celebra la redención de Israel del poder de Egipto. Se mencionan tres Pascuas claramente en el curso del ministerio del Señor, y hemos de suponer otra (véase Cronología). La última coincidió con la ofrenda hecha una vez para siempre del Cordero de Dios. Nuestra «Semana Santa» coincide con la celebración (según el mes lunar) de la Pascua de los judíos. Los «ázimos» se relacionan con la Pascua, siendo el período en que los judíos comían pan sin levadura. De entre va­rias importantes fechas del calendario religioso entresacamos las siguientes por su importancia y por rozar el relato bíblico: la fiesta de Pentecostés y la fiesta de los Tabernáculos.
La fiesta de Pentecostés, o de los cincuenta días, señala el ofre­cimiento de los primeros panes hechos después de la nueva co­secha, y se celebraba al cumplirse siete semanas después de la Pascua. En la nueva era de Cristo adquiere gran importancia por ser el día del descenso del Espíritu Santo.
La fiesta de los Tabernáculos es la de Juan, capítulo 7, y en su último día Jesús hizo su gran declaración: «Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba» (v. 37), quizás en el momento de verterse agua de los vasos de oro según el ritual. Los judíos vivían bajo enramadas durante los días de esta fiesta, que, en su sentido ori­ginal, celebraba a la par la peregrinación en el desierto, y la esperanz:a del reino glorioso en el futuro.
A estas fiestas bíblicas los judíos habían añadido la de la «De­dicación», que conmemoraba la inauguración de los cultos en el Templo de Zorobabel, y la de «Purim», que celebraba la libera­ción de los judíos de una matanza general según se narra en el libro de Ester. La de la «Dedicación», diciembre 25, se mencio­na en Juan 10:22; de la de «Purim» no hay mención en los Evan­gelios, a no ser que fuese la que no se determina en Juan 5:1 (fecha 14 de marzo).
Además de los judíos palestinianos, muchos otros de la Dis­persión subían a Jerusalén en peregrinación en las fechas de las grandes fiestas, que ayudaban mucho a mantener la cohesión racial y religiosa del pueblo.

Los judíos, los gentiles y los samaritanos
Para el judío, el gentil era un «incircunciso», completamente ajeno al pacto y a las promesas de Israel, a no ser que se hiciera prosélito por medio de la circuncisión y los demás ritos prescri­tos. El centurión de Lucas 7:2-10, recomendado al Señor por los ancianos de la sinagoga, era probablemente un «temeroso de Dios» que aceptaba la doctrina del AT y asistía a los cultos de la sinagoga, sin llegar a circuncidarse.
Pero los judíos, aun despreciando a los gentiles, trataban con ellos en los negocios corrientes de la vida. No así con los samaritanos, por considerarles cismáticos y enemigos del verda­dero culto de Dios. El tema ocurre varias veces en los Evangelios (Jn. 4; la parábola del buen samaritano, etc.). ¿Por qué este odio y separación total? Samaría llegó a ser el nombre del reino norteño, separado de la monarquía davídica por los siglos vm y vil a.C., y la ciudad capital fue capturada y destrui­da por el emperador asirio Sargón II en el año 722 a.C. Mu­chos de los israelitas fueron transportados, siendo reemplazados por gente de Mesopotamia. Con todo, es probable que la san­gre de Abraham predominaba en aquella región qe entonces incluía Galilea. Adoptaron todos el culto de Jehová, y hubie­sen querido tomar su parte en la reconstrucción del Templo por Zorobabel, pero, al ser rechazada su oferta por razones de pu­reza racial y religiosa (Esd. 4:1-6), se convirtieron en enemi­gos acérrimos de los judíos que habían vuelto, obstaculizando su obra hasta donde podían. Más tarde ellos mismos levanta­ron su propio templo en el monte Gerizim, pretendiendo se­guir una tradición antigua, anterior a la de David y del Templo de Sion (véase Jos. 8:30-35). Tenían su Pentateuco, una copia antiquísima del cual se guarda aún, y que constituye un gran tesoro bíblico. Los judíos los tenían por cismáticos e impuros, pero los samaritanos de aquella generación creían de buena fe que Dios había de ser adorado en el monte de Gerizim (Jn. 4:20). El Maestro no admitía sus pretensiones (Jn. 4:22), ni había llegado el momento para evangelizar a los samaritanos en general, pero se hallaba muy distanciado de los prejuicios de sus compatriotas, señalando a la mujer samaritana la fuente de agua viva, y escogiendo precisamente a un samaritano como ejemplo del amor al prójimo.
Galilea y los galileos
El hecho de que los galileos del tiempo de Cristo eran judíos leales, subiendo a las fiestas en el Templo de Jerusalén, mien­tras que los samaritanos, que habitaban una región más próxima a la capital, habían desarrollado una religión cismática, es debi­do a la acción enérgica de Juan Hircano, uno de los príncipes de la dinastía de los asmoneos, quien invadió la región galilea ha­cia el fin del siglo n a.C., forzando a los habitantes a recibir la fe de los judíos. Aparte de los muchos elementos gentiles en la re­gión, llegaron a ser más fieles y celosos que los mismos judíos del Sur, a pesar de ser despreciados por éstos como provincia­nos de dudosa pureza racial (Jn. 1:46; 7:52, etc.). Era gente fuerte y decidida, y entre ellos el Maestro escogió a sus apóstoles.
LAS RUTAS DEL MINISTERIO
Se ve al Señor en constante movimiento al cumplir la tarea correspondiente a su persona como Mesías-Salvador, de realizar las obras de poder que manifestaban tanto la gracia como el po­der de su Reino, y de llegar por fin a la consumación del Sacrifi­cio de sí mismo. Podemos discernir dos focos principales: el de Jerusalén en el Sur, y el de Capernaum en Galilea.
Las rutas en Judea
Poco sabemos de los movimientos de Jesús en Judea, en la primera etapa de su ministerio. Suponemos que habrá subido de Galilea a Jerusalén (Jn. 2:13) por la acostumbrada ruta que evi­taba el contacto con el suelo inmundo de Samaría, cruzando el Jordán desde Galilea a la altura de Pella, bajando por la orilla izquierda, hasta llegar a los vados cerca de Jericó. De allí no hay más que un camino para «subir a Jerusalén» desde las profundi­dades del valle del Jordán. Una gran parte de la ruta total pasaba pues por Perea, la provincia transjordana bajo la autoridad de Herodes Antipas.
Relacionados con la estancia de Jesús en Judea (véase Crono­logía) hallamos la primera limpieza del Templo, la conversación con Nicodemo, y el resumen de 3:22: «Después de esto, fue Je­sús con sus discípulos a la tierra de Judea, donde pasó algún tiempo con ellos y bautizaba...» ¿Visitó acaso Belén, el lugar de su nacimiento, durante este ministerio? ¿O las ciudades de la cos­ta? Nada sabemos, pero hemos de suponer que «Judea» aquí sig­nifica la provincia en contraste con la capital de Jerusalén.
La ruta a través de Samaría
Lo seguro es que, al dar por terminada su estancia en Judea, decidió volver a Galilea por el camino más corto, poco usado por los judíos, a través de la provincia cismática de Samaría, impulsado por la «necesidad» de proveer a la samaritana del «agua de vida». La ruta se señala en el mapa, y puede determi­narse con exactitud hasta Sicar, pues aún existe y mana agua del «pozo de Jacob». De allí la ruta más probable es la que pasa por Ginea, casi en el linde de Samaría-Galilea; el Señor habrá conti­nuado su viaje por Nazaret a Caná, donde pronunció la podero­sa palabra que sanó al hijo del noble en Capernaum (Jn. 4:4, 5, 43,46,51).
Mateo recoge (anticipadamente) la narración de Juan, y dice en 4:12: «Habiendo oído Jesús que Juan había sido encarcelado, se retiró a Galilea [comp. párrafo anterior]; y dejando Nazaret, fue a Capernaum... y habitó en ella.» Si José había muerto, Je­sús obró como jefe de la familia y determinó fijar su residencia en un lugar que le facilitara sus muchas idas y venidas por Galilea, que incluían travesías por el mar de Galilea a la ciudad cercana de Betsaida Julia (capital de Herodes Felipe), a Gergesa, lugar probable de haber sanado a «Legión» y a «lugares desiertos», como aquel en que el pan y los peces fueron multiplicados. Es imposible y necesario el detalle. El estudiante ha de fijarse bien en la posición geográfica de Capernaum, juntamente con la de las ciudades de Galilea que se mencionan expresamente en los relatos (Corazim, Nain, Nazaret), y además en la de las ciuda­des que notamos arriba que se hallaban al otro lado del lago; luego ha de pensar en un gran número de poblaciones y aldeas visita­das durante las varias misiones del Señor mismo y de los após­toles. Los caminos radiarían desde Capernaum en el sentido de todos los puntos cardinales si se incluyen las travesías del lago. Ya hemos notado que el Señor escogía los centros de vida judía, evitando las ciudades muy helenizadas.
Las rutas fuera de Palestina
Exceptuando la huida a Egipto cuando era infante, el Señor no salió de los límites de «Palestina mayor» aparte de la visita a Fenicia que se narra en Marcos 7:24-31, y hemos de notar que el propósito no fue el de evangelizar las famosas ciudades de Tiro y de Sidón (entonces muy decaídas de su importancia anterior), sino buscar un retiro en la región de dichas ciudades, quizá en los tranquilos valles del Líbano, pues «no quería qu nadie lo su­piese». La curación de la hija de la sirofenisa en territorio ex­tranjero es algo muy excepcional y, según el símil de aquella mujer de fe, se puede considerar como una «miga» que antici­paba «la plenitud de los gentiles». El estudiante puede ver por el mapa que el Señor habrá seguido la costa mediterránea hacia el Norte y, tomando en cuenta Marcos 7:31, es probable que, des­pués de llegar a Sidón, cruzara la sierra del Líbano en dirección a Cesarea de Filipo, bajando luego el valle del Jordán por la ori­lla izquierda hasta «atravesar la región de Decápolis» (véase mapa).
Incluimos en este apartado el viaje a «la región (a las aldeas) de Cesarea de Filipo», bien que dicha ciudad (moderna y muy helenizada) se hallaba al sur del monte de Hermón, en Iturelpanias, región bajo el control de Felipe Herodes, y, por lo tanto, en la «Palestina mayor». Pocos judíos palestinianos se hallaban por la región, sin embargo, y de nuevo se trata de un retiro a lugares tranquilos, con el objeto principal de confrontar a los discípulos con la necesidad de una decisión oficial sobre su persona, e iniciar después la enseñanza privada sobra la crisis de la cruz (Mt. 16:13, 14; Mr. 8:27). La ruta pasaría por el valle del Jordán, y la región pantanosa de las Aguas de Merón.

La ruta de Galilea a Jerusalén
Después del período de la instrucción privada de los apósto­les en el Norte, «sucedió que como se cumplía el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusa­lén» (Le. 9:51). Según Mateo 19:1 y Marcos 10:1 pensaríamos en un movimiento bastante rápido y seguido hacia Jerusalén para la consumación final, pero por Lucas sabemos que el Maestro ejerció un extenso ministerio en Perea al Este del Jordán, al par que se acercaba poco a poco a Jerusalén, y aun cabe, según la información de Juan, una visita a Jerusalén para la fiesta de la Dedicación (Jn. 10:22, 23) y otra retirada a Perea para continuar el ministerio (Jn. 10:40). La última ruta sería la normal de Galilea a Judea, vadeando el Jordán dos veces para evitar Samaría, pero con probables variaciones extensas con el fin de visitar las ciu­dades y aldeas en Perea, y para efectuar las breves visitas a Jeru­salén (véase apartado siguiente).
Las rutas señaladas en Juan después del capítulo 4. Tenga­mos en cuenta que los judíos de Galilea subían a Jerusalén para las fiestas con bastante frecuencia. No es de extrañar, pues, que los sinópticos callen tales visitas normales de parte de Jesús, y que luego Juan recogiera el ministerio asociado con ellas. Se ha de pensar en la ruta al este del Jordán como norma, ya que el paso por Samaría indicado en el capítulo 4 fue excepcional.
Viaje a Jerusalén para la fiesta anónima (Jn. 5:1). La vuelta rápida se supone para dar lugar al extenso ministerio del Señor en Galilea señalado en los sinópticos.
La subida a Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos (Jn. 7:1-3, 10-14). Como Jesús subió «como en secreto», nada sa­bemos de la ruta. No es necesario suponer que todas las ense­ñanzas, etc., de 7:14-10:21 se dieran durante aquella sola visita, pues vemos por los sinópticos que proseguía con su misión en Galilea.
La subida a Jerusalén desde Perea para la fiesta de la Dedi­cación (Jn. 10:22, 23; 40-42). Ya hemos indicado que esta visi­ta ha de considerarse como un paréntesis en su ministerio en Perea.
La visita a Betania para levantar a Lázaro y la retirada a un lugar llamado Efraim en Perea (Jn. 11:7-13:54). El punto de origen de este viaje (aparte de ser un lugar en Perea) es desco­nocido, como también dónde se hallaba Efraim, pero sin duda habrá cruzado cada vez los vados del Jordán cerca de Jericó, subiendo y bajando por el único camino que enlazaba esta ciu­dad con Jerusalén.
Todos los evangelistas señalan la última etapa del viaje final que tuvo por consumación la entrada triunfal en Jerusalén (Mt. 20:17, 30; 21:1; Mr. 10:32, 46; 11:1; Le. 18:35; 19:1-11, 28- 30; Juan 12:1).
Los movimientos del Señor después de su resurrección no entran en estas consideraciones, porque no estaban sujetos ya a «rutas» en la tierra, bien que se dignó manifestarse varias veces tanto en Jerusalén como en Galilea. Como excepción recorda­mos el camino a Emaús (Le. 24:13-31), puesto que el Resucita­do tuvo a bien andar el camino como si se tratara de uno de los viajes anteriores a su consumación. La posición probable de Emaús se señala en el mapa.
El estado de los caminos. Los romanos eran notables por la construcción de vías bien trazadas y con un firme de piedras que soportaba sin deterioro el tránsito de sus legiones y el movimiento comercial, pero la mayoría de las rutas que hemos señalado no serían tales carreteras romanas, sino los pobres caminos de tie­rra llenos de baches, de obstáculos, de polvo o de barro, forma­dos por el paso de generaciones de caminantes, aptos sólo para los pies del hombre (¡y no muy aptos!) y el paso de caballerías. Los romanos tenían sus buenas rutas desde Cesarea a Jerusalén, y si tenían ocasión de pasar de Jerusalén al Norte, naturalmente irían por Sebaste (Samaría).

LA CRONOLOGÍA DEL MINISTERIO
Es de alguna importancia para la debida comprensión del men­saje de los Evangelios que tengamos una idea, por lo menos aproxi­mada, de la duración del ministerio del Señor, como también de las esferas en donde se desarrolló. Algo de ello hemos visto ya en nuestros estudios de cada Evangelio, y aquí no intentamos más que situar lo más destacado en una perspectiva general.
La cronología en Mateo y Marcos
Apenas hallamos un dato en Mateo y Marcos que nos ayude en nuestro propósito, pues, a juzgar por sus escritos, creeríamos que el ministerio público del Señor se llevó a cabo en su casi totalidad dentro de los términos de la provincia norteña de Galilea, iniciándose inmediatamente después de la tentación, y clausurándose un poco antes de la semana de la pasión. Un sólo versículo indica que el Señor hubiese realizado obras anteriores a su primera misión en Galilea: «Habiendo oído Jesús que Juan había sido encarcelado, se retiró a Galilea...» (Mt. 4:12), pala­bras que indican el paso del tiempo necesario para el encarcela­miento de Juan, y que Jesús había estado en otra parte (en Judea, en efecto) antes de «retirarse» a Galilea. Tenemos aquí una con­cordancia con Juan 4:1-2.
La cronología en Lucas
Era de esperar que un historiador tan exacto como Lucas, no dejara de situar la vida y el ministerio del Señor en el marco de los acontecimientos contemporáneos. El nacimiento había teni­do lugar en la época de César Augusto, en la fecha del decreto imperial que ordenó el empadronamiento de los súbditos de sus dilatados dominios (Le. 2:1, 2). El principio del ministerio de Juan el Bautista se fija con más precisión aún, siendo ya empe­rador Tiberio, rigiendo Poncio Pilato la provincia de Judea, mien­tras que los dos hijos de Herodes eran tetrarcas de las provincias al oeste y al nordeste del Mar de Galilea. Lucas lo relaciona tam­bién con el panorama religioso, notando que Caifás era sumo sacerdote, con su suegro Anás en el fondo (Le. 3:1-2), ya que los romanos habían depuesto a este, pero retenía su categoría a los ojos de los judíos. No podemos saber la duración del minis­terio de Juan el Bautista antes del bautismo de Jesús, pero, ayu­dados por otras consideraciones, llegamos a la fecha del año 27 como principio de la otra pública de Cristo.
Por Lucas también aprendemos algo de una obra extensa que se desarrolló en Perea, al este del Jordán, antes de la consuma­ción en Jerusalén, pero nos sorprende comprobar que este evan­gelista no nos proporciona datos para poder apreciar la duración de las distintas etapas del ministerio, ni la del período total entre el bautismo y la pasión.
La cronología en Juan
Tenemos que acudir donde menos esperaríamos para comple­tar los datos: al cuarto Evangelio que hemos estimado como la biografía interior y espiritual por excelencia. Es Juan quien nos informa sobre el importante período del ministerio en Judea, que mediaba entre el milagro de Caná de Galilea y la primera pro­clamación del Reino en Galilea. No sólo eso, sino que va notan­do el paso de las fiestas religiosas de los judíos, que nos sirven de preciosos hitos para marcar el transcurso de los años y esta­ciones. De importancia especial son las referencias a las fiestas de la Pascua.
La primera Pascua. Después de algunos movimientos de ca­rácter privado, Jesús subió a Jerusalén para la Pascua que se nota en Juan 2:13-25, lo que nos da la fecha de abril del año 27. Si­gue el ministerio en Judea, que sólo Juan refiere, la importancia y la extensión del cual pueden estimarse por las referencias a los bautizados en Juan 3:22 con 4:1, 2, pues sabemos que Juan bau­tizaba a muchos arrepentidos, y se dice que era notorio en Judea que Jesús bautizaba más que él. Bien quisiéramos tener más de­talles de tan hermosa obra, que empezó donde tenía que empe­zar: en el distrito metropolitano. La breve referencia nos ayuda a comprender que el Señor, al ministrar la Palabra en los atrios del Templo durante las visitas posteriores a la capital que refiere Juan, era ya conocidísimo por su persona y sus obras, y que los judíos de Jerusalén no tenían que depender de rumores sobre él que llegasen de tarde en tarde de la provincia norteña. Pedro tam­bién nos dice que la Palabra de Jesús fue divulgada por toda Judea (Hch. 10:36, 37).
La fecha del fin del ministerio en Judea se determina por las palabras del Maestro a sus discípulos en Juan 4:35, que segura­mente se basaban en una observación directa del campo: «¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la siega?», pues si faltaban cuatro meses para la cosecha de la cebada en mayo podemos situar la conversación con la mujer samaritana en enero del año 28 aproximadamente.
La fiesta de Juan 5:1. Después de algún tiempo en Galilea, el Señor subió de nuevo a Jerusalén en la ocasión de otra fiesta que no se determina (Juan 5:1), y que algunos manuscritos llaman «la fiesta», que podría indicar la Pascua por su gran importan­cia. En cambio, toda la frase: «una fiesta de los judíos» podría significar la de «Purim» (véase pág. 155) que tenía lugar a me­diados de marzo. De todas formas, nos hallamos en la primave­ra del año 28, y si la «fiesta» anónima no es la Pascua, hemos de entender que Juan omite la mención de ella en el año 28, ya que es inconcebible que la parte de la gran misión en Galilea, tan llena de viajes, enseñanzas y obras, que antecede a la próxima Pascua nombrada (Juan 6:4), se desarrollara en unos meses al principio del año 28.
La Pascua de Juan 6:4. El milagro de la multiplicación de los panes y peces precedió a la Pascua del año de referencia, según indica Juan, y aquí tenemos un importante punto de enlace con las narraciones de todos los evangelistas, ya que todos refieren este milagro, que tuvo que realizarse en abril del año 29. Marca el auge de la popularidad del Señor en Galilea, después del cual crece la incomprensión de los galileos, y aumenta la instrucción que Jesús da a los Doce con referencia a la cruz.
La Pascua de la pasión. Como se verá abajo, el final del año 29 y el principio del año 30 se ocupan primeramente por las ins­trucciones particulares a los Doce, y por la misión a los habitan­tes de Perea después de la partida de Galilea. Todos los evangelistas dedican mucho espacio a los acontecimientos de la Semana de la pasión y de la resurrección, y todos hacen constar que la pasión coincide con la época de la Pascua. El sentido cla­ro de los relatos de los sinópticos es que el Señor comió la Pas­cua normal con los discípulos en la noche acostumbrada, que era la víspera de la crucifixión. Juan, sin embargo, parece indicar que la Pascua cayó en el mismo día de la crucifixión: «No entra­ron [los príncipes] en el Pretorio, por no contaminarse, y así po­der comer la Pascua»... «Era la preparación de la Pascua y como la hora sexta» (Jn. 18:28; 19:14). Es casi inconcebible que los príncipes hubiesen llevado a cabo el proceso de Jesús en la no­che de la Pascua, e insistido en la ejecución de la sentencia el día siguiente, fuese que la celebración correspondiera a la vís­pera de la crucifixión, o al día cuando se efectuó, pero ello sólo subraya la falta de todo escrúpulo cuando los hombres llegan a odiar la luz. Para quien escribe es mejor aceptar el hecho histó­rico de la celebración de la Pascua tanto por el Señor y los suyos como por los judíos en general según la refieren los Sinópticos, y tener en cuenta que todo el período de los ázimos fue señalado por importantes actos que ocupaban el período general de «la Pascua», y que los jefes religiosos querían estar «limpios» para tales actos, y no precisamente para el rito de comer el cordero pascual.
No hay duda razonable de que Cristo fue crucificado en abril del año 30, y que, después de los cuarenta días de manifestación, subió visiblemente al cielo en mayo del mismo año, dando fin oficial a su ministerio en la tierra.
El esquema siguiente servirá para situar en su perspectiva cronológica los datos anteriores (véase «Contenido del Evange­lio» en las Secciones II, III, IV, V).

LAS GRANDES ETAPAS DEL MINISTERIO

Período inicial (mayormente en Judea)
Año 27 Enero-febrero
El bautismo y la tentación.
Marzo
Primeros movimientos de carácter privado; llama­miento particular de algu­nos discípulos-amigos. La señal en Caná.
La primera Pascua. Lim­pieza del Templo.
Abril a diciembre La conversación con Nico- demo. Una extensa obra en Judea.
Abril
Año 28 Enero
El paso por Samaría y el retomo a Galilea.
Mt. 3:13-4:11 Jn. 1:19-28, etc. Jn. 1:28—2:12, Jn. 2:13-25 ;Jn. 3:1—4:3; Jn 4:4-45

Período principal (mayormente en Galilea)
Enero
Marzo o abril
Abril a diciembre
Año 29 Enero a abril
Abril a...
...Septiembre
Septiembre a noviembre
Principio de su ministerio en Galilea. Proclamación del Reino, rechazo en Nazaret. Obras en Ca­pernaum. Llamamiento oficial de los primeros dis­cípulos.
La fiesta en Jerusalén (Pascua o Purim). Ministe­rio en Jerusalén. Continuación del ministe­rio en Galilea hasta la mi­sión de los Doce. Grandes obras y enseñanzas.
Continuación del ministe­rio hasta el milagro de ali­mentar a los cinco mil.
La tercera Pascua. Multi­plicación de los panes (en todos los Evangelios). Va­rias obras y enseñanzas.
La confesión de Pedro en Cesarea de Filipo; la Transfiguración. (Crisis del ministerio.)
Ultima fase del ministerio en Galilea, mayormente en­señanzas privadas para los Doce.
Partida de Galilea.
Jn. 4:6-54 Mt. 4:18-25 Le. 4:16-44 Mr. 1:14-45; Jn. 5:1-47
Mt. 5:1-11:1 Mr. 2:1—5:43 Le. 5:1—8:56
Mt. 11:1—14:12 Mr. 6:1—6:29 Le. 9:1-9 Mt. 14:13—16:12 y paralelos
Mt. 16:13—17:13 y paralelos
Mt. 17:14-19:1 y paralelos
Mt. 19:1 Mr. 10:1 Le. 9:51
Período final del ministerio (mayormente en Perea)
Le. 10:17—19:28 Jn. 10:22-39
Noviembre a diciembre (año 29)
Enero a marzo (año 30)
Año 30 Abril
Ministerio en Perea, con movimiento hacia Jerusa­lén, interrumpida por la visita para la fiesta de la Dedicación.
La Semana de la Pasión.
La cuarta Pascua.
La pasión, muerte y resu­rrección de Cristo.
Los cuarenta días.
Mt. 21:1—26:16 y paralelos Mt. 26:17-35 y paralelos Mt. 26:35—28:15 y paralelos
Abril a mayo Los cuarenta días. Le.       24:13-49, etc.
Jn. cap. 21 Mt. 28:16-20
La Ascensión.   Le.       24:50-53
Mr. 16:19 Comp. Hch. 1:1-11
Las etapas cronológicas del ministerio corresponden al plan eterno, y es evidente que el Hijo-Verbo nada hacía que no se ajus­tara exactamente a la «hora» del programa de su misión: «Salí del Padre y he venido al mundo; otra vez dejo el mundo y voy al Padre» (Jn. 16:28).
PREGUNTAS
Trácese la costa de Palestina, y luego, de memoria, indíquese el curso del río Jordán, con el Mar de Galilea y el Mar Muer­to. Indíquense las fronteras aproximadas de las regiones de Judea, Samaría y de Galilea. Insértense las ciudades y pobla­ciones siguientes: Jerusalén, Jericó, Bethlehem, Sicar, Caná de Galilea, Nazaret, Capernaum, Betsaida Julia, Cesarea de Filipo. Indíquese por medio de rayitas el camino que solían seguir los judíos de Galilea al subir a las fiestas de Jerusalén.
1.                Explique claramente quiénes eran los siguientes: a) los fariseos; b) los saduceos; c) los herodianos; d) los escribas (doctores de la Ley).
2.                 Descríbanse las relaciones de los judíos de Jerusalén con:
a)                los romanos; b) con los samaritanos; c) con los galileos.
3.                 Se dice normalmente que el ministerio del Señor duró casi tres años y medio. Adúzcanse los datos que justifican la duración de este periodo.


















El ministerio del Señor (segunda parte)

Los métodos de la enseñanza y algunos de los temas

LAS ENSEÑANZAS DEL SEÑOR

Para sus compatriotas, Jesús era preeminentemente el «Maes­tro», cuyas enseñanzas se revestían de una autoridad y de una profundidad desconocidas hasta entonces. Este rasgo del mi­nisterio salta a la vista en todos los Evangelios, aunque en menor grado en Marcos, Evangelio de acción y de servicio. Los otros tres dedican mucho espacio a las palabras del Señor, según el principio de selección que convenía al propósito de cada uno. Al resumir las características de cada Evangelio hemos tenido ocasión de considerar bastantes facetas de las enseñanzas de Cristo, viendo que su tema en Mateo es el del Reino, en Lucas la manifestación de la gracia de Dios en Cristo frente al hom­bre como tal, y en S. Juan el resplandor de la gloria de Dios a través del cumplimiento de las obras del Padre por medio del Verbo encarnado. Por llevar Marcos poca enseñanza que no se halla repetida en los otros tres es más difícil percibir un princi­pio de selección, pero las enseñanzas corresponden a las obras del Siervo de Jehová.
En este lugar hemos de considerar los métodos de la enseñan­za del Maestro, además de entresacar algunos de los temas que más se destacan dentro de una amplia perspectiva, advirtiendo
que necesitaríamos un libro muy extenso para un tratamiento adecuado de un tema tan sublime. Pero el propósito es el de ani­mar al lector a seguir atesorando las joyas del ministerio verbal del Dios-Hombre, único e inigualado, que mantiene una gran sencillez de forma y de expresión al par que lleva el sello inequí­voco de la divinidad.
Hemos de advertir que hay perfecta consonancia entre las en­señanzas que el Señor nos dio personalmente y las que llegan a nosotros por medio de los apóstoles, ayudados por el Espíritu de Cristo (Jn. 15:26, 27; 16:12-15); al mismo tiempo los Evange­lios necesitan el complemento de las Epístolas, ya que éstas se redactaron después de la consumación de la obra de la cruz y de la resurrección, que es la clave para la comprensión de todas las obras de Dios. En germen todo está en las palabras del Maestro, y la divina profundidad de éstas corresponde a la perfección del Verbo encamado, quien las pronunció. Con todo, nosotros, como los apóstoles, necesitamos que se enfoque sobre ellas la luz de la obra consumada para su debida comprensión (Jn. 14:26; Le. 24:45, 46).
Dos aspectos de las enseñanzas del Maestro son tan impor­tantes que se han de considerar en secciones futuras: 1) el mi­nisterio parabólico; 2) las referencias anticipadas al tema de la muerte y la resurrección del Señor.

LA AUTORIDAD DE LAS ENSEÑANZAS
Los judíos de Galilea eran sencillos en su modo de vivir, pero no ignorantes. La lectura de la Ley y de los Profetas en la sina­goga todos los sábados les proporcionaba una buena base de verdadera cultura, y ya hemos visto que, entre semana, la sina­goga también servía de escuela. Los judíos de Jerusalén podían asistir también a las discusiones de los célebres rabinos que en­señaban a sus discípulos en ciertos lugares reservadosde los atrios del Templo. Por desgracia (véase apartado sobre «La tradición de los ancianos», pág. 154) se habían acostumbrado a procedi­mientos dialécticos que degeneraban fácilmente en sofismas ver­bales que, lejos de iluminar los grandes textos del AT, los oscurecían. Los escribas (intérpretes de la Ley) se preciaban de conocer las antiguas sentencias de los célebres rabinos, y 110 querían ni sabían dar el sentido directo de la Palabra.
Cristo conocía la Palabra del AT como autor de ella, y desentra­ñaba siempre el sentido íntimo y permanente, subrayándolo con una autoridad personal que hemos tenido ocasión de notar al considerar las pruebas de su deidad. La «autoridad» de su palabra iba acompa­ñada del «poder» de sus obras, de modo que los oyentes quedaban asombrados ante algo nuevo e inaudito: «¿Qué es esto? ¡Nueva en­señanza, y con autoridad «aun a los espíritus inmundos manda, y le obedecen!» (Mr. 1:27). La reacción después de las asombrosas en­señanzas del llamado Sermón del Monte es parecida: «Y como Je­sús hubo acabado estas palabras, las multitudes estaban atónitas de su doctrina (enseñanza); porque les enseñaba como quien tiene au­toridad, y no como los escribas» (Mt. 7:28, 29).
Y no eran sólo los provincianos quienes se asombraban, pues también los judíos de Jerusalén, sabiendo que Jesús no había pasado por las escuelas rabínicas, y maravillados ante la maes­tría con que llevaba las discusiones en los patios del Templo, preguntaron. «¿Cómo sabe éste letras, no habiendo estudiado?» Por «letras» hemos de entender «teología» según se enseñaba en las escuelas de Jerusalén. La contestación del Señor pone de manifiesto los principios fundamentales tanto de su enseñanza como de la manera en que se había de recibir: «Mi doctrina (en­señanza) no es mía, sino de aquel que me envió. El que quisiere hacer su voluntad (la de Dios) sabrá de la doctrina, si viene de Dios, o si yo hablo de mí mismo» (Jn. 7:15-17).
LOS MÉTODOS DE LA ENSEÑANZA
El Señor, como Maestro perfecto, variaba sus métodos según el tema, la ocasión, y la capacidad y preparación de sus oyentes, pasando por toda la gama de posibilidades de expresión verbal, desde la máxima sencillez de las ilustraciones caseras, hasta la sutileza dialéctica de las discusiones en el Templo, o las majes­tuosas resonancias del estilo apocalíptico.
El lenguaje figurativo
Este método es tan importante, especialmente en lo que se refiere al maravilloso ministerio parabólico de Cristo, que ten­drá que tratarse extensamente en la Sección IX. Se menciona aquí para ayudar al lector a ver el tema en su debida perspectiva.
La repetición de las enseñanzas
Todo buen maestro sabe que las lecciones que quiere pasar a sus discípulos no pueden grabarse en la memoria de éstos aparte de sabias repeticiones y repasos, dentro de una oportuna varie­dad de expresión. Hoy en día, en el Occidente, el libro de texto facilita el repaso, pero el maestro oriental de siglos pasados no disponía de tal ayuda, e insistía en que sus alumnos aprendie­sen sus lecciones de memoria. En la Sección V, al tratar del lenguaje de Juan y de los evangelistas sinópticos, notamos que los eruditos en la materia disciernen formas poéticas, que ha­brán correspondido a las enseñanzas en arameo antes de ser traducidas al griego, y todos comprenderán que la reiteración simétrica de los conceptos por medio del paralelismo de la poesía hebrea habrá sido un poderoso auxilio para retenerlos en la memoria.
Naturalmente los sustanciosos aforismos que plasmaban con­ceptos de valor eterno no habían de utilizarse una sola vez, fren­te a un solo auditorio, para no repetirse jamás. La repetición era necesaria, y explica el hecho de encontrarse dichos muy pareci­dos en contextos muy diferentes. Tratándose de un largo discur­so, como el llamado Sermón del Monte, que Lucas coloca en forma abreviada en el contexto de su capítulo 6:17-49, hemos de pensar quizá en una labor de redacción de parte del Evange­lista más bien que en una repetición, pero muchos de los aforis­mos del Sermón se hallan diseminados por los Evangelios, y en este caso sí se trata de repeticiones.
En algunas ocasiones el Señor esbozaba sus enseñanzas en líneas generales ante las multitudes, volviendo a detallarlas lue­go en privado, con las oportunas interpretaciones, para la ins­trucción más profunda de los discípulos, los encargados de proclamar el Evangelio y edificar la Iglesia después de su parti­da (Mt. 13:10, 36, etc.).

La sencillez de las enseñanzas
«Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebo­sante darán en vuestro seno; porque con la medida con que me­dís, os volverán a medir» (Le. 6:38). Nuestra vista se fija en este dicho del Señor, como habría podido fijarse en centenares más, como ejemplo maravilloso de la sencillez de expresión que se emplea como vehículo para las enseñanzas más profundas. Cuan­do hablamos de la «sencillez» no queremos decir en manera al­guna «lo elemental», pues no hay máxima alguna en las enseñanzas del Maestro que no sea un pozo profundo de donde podemos sacar agua espiritual de inigualable pureza. Si nos fija­mos en el texto, veremos que su fuerza se deriva de la metáfora sencilla y comprensible que es la que da base al concepto. Un alma generosa da, vertiendo una medida llena de generosa ayu­da en el «seno» de su vecino (los pliegues de la ropa servían de bolsillos). No piensa más en el asunto, pero al paso del tiempo nota que la «bendición» vuelve en abundancia a su «seno», por las buenas providencias de Dios. El mismo concepto habría po­dido expresarse por los términos abstractos de la teología o de la filosofía, pero el Maestro «concreta» sus enseñanzas en formas que casi podemos llamar «palpables».
Preguntas y respuestas
El Maestro no necesitaba la ayuda de la moderna pedagogía sicológica para saber que las verdades no se asimilan sin la par­ticipación activa de quien aprende, y que es necesario, no sólo instruir, sino hacer pensar al discípulo. Se podría escribir un li­bro profundo y edificante sobre las preguntas que el Maestro dirigía a otros, con las respuestas de los tales, juntamente con >us respuestas a las preguntas que le dirigían a El. Un ejemplo de una pregunta que hacía pensar es la que Cristo dirigió a Pe­dro sobre el asunto de la recolección de las dos dracmas para el Templo: «¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran los impuestos o el censo? ¿De sus hijos o de los extraños?» (Mt. 17:24-27). Otra, dirigida a los «guías ciegos», >e halla en Mateo 22:41-45: «¿Qué os parece del Mesías? ¿de }uién es hijo?...», que puso al descubierto la pobreza de los con­ceptos de los príncipes sobre el Mesías que decían esperar. Otras preguntas subrayan la necesidad de llegar a decisiones: «¿Que­réis vosotros iros también?... ¿Quién decís vosotros que soy yo?» (Jn. 6:67; Mt. 16:15).
Lecciones gráficas
En las condiciones de su día el Señor no disponía de encerado y de tiza, ni de otras ayudas visuales que se han popularizado modernamente, pero hacía servir las personas, los objetos y los sucesos del día para los mismos efectos. Así puso a un niño en medio de los discípulos para subrayar lecciones de humildad y de fe (Mt. 18:1-6); maldijo una higuera estéril para enfocar su atención en unas grandes verdades sobre la fe, la oración, y la necesidad de llevar fruto (Mr. 11:12-14; 20-25); y aprovechó dos trágicos sucesos del día para anunciar a todos: «Si no os arrepintiereis, todos pereceréis igualmente» (Le. 13:1-5). El lec­tor podrá acumular muchos ejemplos más.

EL MAESTRO, Y EL FONDO ESPIRITUAL Y RELIGIOSO DE SU DÍA

La gran originalidad de las enseñanzas del Maestro no debe hacemos olvidar los enlaces que existían entre El y el pensamien­to religioso pasado y contemporáneo. Hemos visto que hablaba ante un pueblo que gozaba de una formación espiritual y reli­giosa, aunque mucha de la ventaja se perdía ya a causa de los sofismas de los escribas. Algunas observaciones son necesarias para precisar sus relaciones con los profetas del AT, con Juan el Bautista y con los rabinos de su día.
El Maestro y los profetas del Antiguo Testamento
Como «profeta» Jesús se halla en la línea de sucesión de los siervos de Dios de la dispensación anterior, pues continúa y com­pleta sus enseñanzas, según la declaración magistral de Hebreos 1:1-2: «Dios, habiendo hablado a los padres en diferentes oca­siones y de diversas maneras, por los profetas, al final de aque­llos días nos ha hablado por su Hijo.» El mismo Dios que habló por sus siervos en la antigüedad habla por su Hijo en la nueva era de gracia, de modo que es inconcebible una falta de conti­nuidad. De hecho el Maestro siempre tomaba las declaraciones del AT como punto de partida, y acudía constantemente a ellas, tanto para sus argumentos como para sus ilustraciones. Esta re­lación se expresa con notable énfasis por el Señor al decir a los judíos de Jerusalén: «Si vosotros creyeseis a Moisés, creeríais en mí, porque de mí escribió él. Y si a sus escritos no creéis, ¿cómo creeréis a mis palabras?» (Juan 5:46, 47).
El tema es muy amplio, pues una consideración adecuada exi­giría el estudio de todas las citas que saca el Maestro del AT, con una consideración de los grandes temas proféticos que se reco­gen en las enseñanzas de Cristo, juntamente con la apreciación del elemento de «cumplimiento» y de «consumación» que lleva los conceptos del AT a un plano mucho más elevado al tratarse de la revelación personal hecha por el Verbo encarnado. Hemos meditado ya en un caso sublime de este principio al ver cómo el Señor lleva la Ley de Moisés a su consumación espiritual e in­terna (Mt. 5:17^48). En este lugar no podemos más que hacer constar la continuidad y la consumación de las enseñanzas del AT en la doctrina de Jesucristo.
El Maestro y Juan el Bautista
Juan como precursor. La importancia del ministerio de Juan se pone de relieve en los cuatro Evangelios, y de él declaró Gabriel. «Hará que muchos de los hijos de Israel se vuelvan al Señor su Dios, e irá delante de él [el Mesías] con el espíritu y el poder de Elias... a fin de prepararle al Señor un pueblo apercibi­do.» Cumpliendo las profecías de Isaías 40:3 y Malaquías 4:5, 6, el Bautista era el último y el mayor de los profetas de la anti­gua dispensación, al par que anunciaba la llegada del nuevo día en la persona del Mesías.
Juan como predicador. Hay una extraordinaria riqueza de doctrina en los resúmenes del ministerio de Juan que hallamos en Mateo 3, Lucas 3 y Juan 1, destacándose no sólo el tema del arrepentimiento, simbolizado por el bautismo, sino también: 1) el de la vanidad ponzoñosa de la religión de los fariseos y de los saduceos (Mt. 3:7), que continúa parecidos temas proféticos, y sirve de introducción a las denuncias del Señor (Mt. 23); 2) la posibilidad de una nueva raza espiritual derivada de Abraham (Mt. 3:9); 3) la necesidad de frutos dignos del arrepentimiento, que señalan la calidad del árbol (Mt. 3:10, comp. 7:16-20); 4) el juicio que caerá sobre quienes no se arrepienten y se disponen a recibir al Mesías (Mt. 3:12, etc.); tema que halla repetido eco en las enseñanzas del Maestro; 5) varias importantes enseñanzas sobre la preeminencia del Mesías que había de manifestarse, con su obra de salvar, juzgar y bautizar con el Espíritu Santo. En Juan hallamos también la gran declaración sobre el Cordero de Dios (Mt. 3:11, 12; Le. 3:16-17; Jn. 1:26, 27, 29); 6) el tema «Arre­pentios, porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mt. 3:2) se recoge por el mismo Señor como proclama ya conocida al iniciar su misión en Galilea (Mt. 4:17), y las indicaciones que hemos adelantado muestran que el germen de las enseñanzas de Cristo se halla en las predicaciones de Juan el Bautista. Su labor de preparación y de enlace fue admirablemente realizada por el hombre fiel, dispuesto a menguar con tal que el Cristo creciera.
El Maestro y los doctores de la Ley
Un punto de contacto. Por ocupar ellos «la cátedra de Moisés» era necesario escuchar a los escribas, pues, a pesar de los envoltorios de sus tradiciones, leían la Palabra de Dios (Mt. 23:2, 3). He aquí un punto de enlace entre el Maestro y los doctores: la presencia física de la letra del AT que copiaban y transmitían con cuidado minucioso. Al hablar de los fariseos hicimos notar que toda la secta no había de ser juzgada por las extravagancias de los peores, puesto que entre ellos se hallaban hombres y mu­jeres de comprensión y de fe. De igual forma sin duda había doctores de la Ley cuya vista traspasaba la costra de la tradición para recrearse en las verdades de la revelación del AT. Uno de los escribas expresó su plena aprobación del resumen de la Ley en términos de un amor total a Dios y al prójimo, y a él pudo decir Jesús: «No estás lejos del Reino de Dios» (Mr. 12:28-34).
La divergencia por la hipocresía. Las graves denuncias que el Señor dirigió contra los fariseos y escribas, y que Mateo reco­ge en el capítulo 23 de su Evangelio, se basan sobre todo en el divorcio entre las enseñanzas y la conducta moral de los enseñadores, «porque dicen y no hacen» (Mt. 23:3). Querían puestos elevados y buscaban las ceremoniosas salutaciones en las plazas, mientras que, al abrigo de su pretendida piedad, de­voraban las casas de las viudas. Por su oposición a la luz divina se constituían en los sucesores de los judíos rebeldes que habían matado a los profetas del AT que denunciaban los pecados de su día. Ha de leerse todo el capítulo 23 de Mateo para comprender el grado de divergencia que existía entre el Maestro y aquellos guías ciegos.
La divergencia a causa de la tradición. Cuando se permite que una barrera de tradición oral se levante alrededor de la Palabra de Dios, siempre surgen interpretaciones casuísticas que favore­cen el bolsillo o la posición de los poderosos, y obran en contra de quienes buscan la sencillez. El Maestro se oponía con severí- sima rectitud a tergiversaciones del sentido real del sábado (Le. 14:1-6, etc.), y a «tradiciones» que invalidaban los principios fundamentales de la Ley (Mr. 7:1-13). Sus ataques contra los intereses creados de la religión le granjearon el odio creciente de los fariseos, escribas y sacerdotes, quienes, aun en el princi­pio del ministerio en Galilea, procuraron matarle (Mr. 3:6). Pero el Maestro tenía que enarbolar el principio fundamental de la justicia, y el odio de los hipócritas había de ser el medio huma­no para llevarle a la cruz donde, a través de la obra de expiación, había de proveer una justicia imputable a todos los fíeles. Pero la misma obra también echó el fundamento de todo juicio futu­ro, que se ha encomendado en las manos del Hijo del Hombre, quien discierne los pensamientos e intentos de todos los corazo­nes y pagará a cada uno conforme a sus obras (Mt. 10:26; He. 4:12; Ro. 2:6, 16).

LOS TEMAS DE LAS ENSEÑANZAS
Los discursos y las enseñanzas del Señor se revestían de tanta importancia que quien las recibía para ponerlas por obra funda­ba la casa de su vida aquí abajo y en la eternidad sobre una peña inconmovible, y quien las desoía no podía hallar fundamento seguro para ningún proyecto suyo (Mt. 7:24-27). Tanto es así que sus palabras encierran la semilla de la inmortalidad, pues declaró: «De cierto, de cierto os digo que si alguno guardare mi palabra jamás verá la muerte» (Jn. 8:51). Los evangelistas dis­tinguen claramente entre los discursos públicos y los privados, pero no es posible hacer una división entre «predicaciones» y «enseñanzas», ya que el Maestro derramaba las divinas rique­zas de sus enseñanzas en todos sus discursos, y nada sabía de un «Evangelio sencillo» sin sustancia doctrinal. Ejemplo de ello es que reservó para los oídos de la samaritana las enseñanzas más profundas sobre la adoración (Jn. 4:21-24). Los temas que tra­taba, por ser tan profundos y tan numerosos, estando disemina­dos además por todas partes de los Evangelios, requerirían un libro para su debido estudio y análisis, de modo que no pode­mos hacer más que mencionar algunos que descuellan por su importancia, y que han de servir como muestras de tantos otros que podrá trazar el estudiante diligente. Dejamos la enseñanza parabólica para la próxima Sección.
De hecho es imposible separar las enseñanzas de la persona del Señor de sus obras de poder, puesto que no se pronunciaban en un vacío, sino que surgían del hecho del Verbo encarnado que cumplía su ministerio en la tierra, y, además, se asociaban con los milagros, y a menudo se motivaban por éstos. Si intentamos un análisis de algunas de las enseñanzas (en forma muy abrevia­da) es únicamente en los intereses de una mayor claridad, y des­pués todo ha de sintetizarse de nuevo en torno al Enseñador.
Las enseñanzas acerca de Dios
Cristo no expone una teología ordenada, a la manera de los tomos modernos de dogmática, sino que las referencias a Dios se motivan por los incidentes de su ministerio y surgen del abis­mo luminoso de su conocimiento total y esencial del Padre (Mt. 11:27). La gloria de Dios, es decir la trascendencia en forma vi­sible de los atributos de Dios, resplandecía en su mismo rostro, de modo que cuanto hacía y decía revelaba a Dios. Verle era ver al Padre, y conocerle era conocer al Padre (Jn. 14:9; 1:14, 18; 2 Co. 4:4-6).
La esencia de la Deidad
La única enseñanza acerca del ser de Dios (en sentido metal'í- sico) se dio a la samaritana: «Dios es Espíritu», y aun así el pro­pósito práctico y devocional es muy claro, pues: «los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que le adoren» (Jn. 4:24).
El Padre en relación con el Hijo
Normalmente las referencias al Padre se unen a la mención del Hijo y se relacionan con la misión que éste cumplía sobre la tierra (véase Sección VI, págs. 120, 133-136). Las relaciones eternas se destacan de un modo sublime en Juan 17.
La Santa Trinidad
La profunda verdad de la Deidad, que es una y a la vez admi­te la diversidad de lo que llamamos «personas» (por falta de un término que refleje un concepto más allá de los recursos lingüísticos de los hombres), se echa de ver claramente en las enseñanzas de Jesús. No vamos a repetir la evidencia aducida en la Sección VI sobre la plena deidad del Hijo, pero hacemos cons­tar que, en el discurso en el cenáculo, especialmente, el Maestro anuncia la próxima llegada del Paracleto, el Espíritu Santo, quien le ha de sustituir en la tierra, y en sus palabras discernimos la «diversidad en la unidad» que es tan característica también de las relaciones del Padre y del Hijo (Jn. 14:16-19, 26; 16:7-16). El hecho de que el Hijo encarnado hable en tercera persona del Padre y del Espíritu muestra la diversidad, pero al manifestar su perfecta unión con ellos, y la identidad de esencia y de pensa­miento, al llevarse a cabo los diversos aspectos de la misión de la redención, manifiesta también la unión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en el misterio de la Deidad. La verdad que se deduce de las conversaciones del cenáculo se expresa claramen­te en la fórmula bautismal de Mateo 28:19.
Es un craso error procurar hacer ver que Cristo presenta a Dios como Padre amante y perdonador en los Evangelios, en contras­ te con el Dios-Jehová, vengativo y cruel, del AT. Los santos su­misos y fieles del AT llegaron a experimentar muy íntimamente las misericordias y el amor de Jehová, mientras que Jesús ense­ña que la «ira de Dios» se cierne sobre todo hombre incrédulo (Jn. 3:36) y echa solemnísima luz sobre los temas de la rebelión del hombre y sobre el juicio que le espera (Jn. 5:28-29; Le. 13:1— 9; Mt. 23:33-36, etc.). Con todo, el tema de Dios como Padre es típico de la enseñanza del Maestro, y en él la revelación de Dios al hombre llega a nuevas alturas de gracia y de bendición. El Padre, por ser Padre, ama y cuida de los suyos, pero su amor no deja de ser «amor santo», que no admite la tergiversación de las normas esenciales de su justicia.
4.                 El Maestro habla de una actitud «paterna» de parte de Dios en sus providencias frente al hombre como tal, ya que «hace sa­lir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e in­justos» (Mt. 5:45); como «hijos de su Padre celestial» los discípulos tenían que manifestar amor aun para con sus enemi­gos. Esta actitud paterna y universal de Dios para con la raza descansa sobre el doble hecho de su obra creadora y de su pro­videncia, o sea, el orden que mantiene dentro de su creación, y Pablo también enseñó que el hombre es «del linaje» de Dios, quien, por lo tanto, determina el orden de los tiempos y de las habitaciones de su criatura. Pero no ha de confundirse esta ense­ñanza bíblica con la idea muy generalizada de que Cristo ense­ñó que Dios es el Padre de todos los hombres, siendo éstos hermanos, y que por fin recogerá a todos en su casa paterna. Al contrario, el Maestro subraya el abismo que el pecado ha labra­do entre el hombre pecador y rebelde y el Dios que es en todo justicia y santidad. Se ha perdido toda semejanza moral entre el Creador y la criatura, y los judíos —ciertamente no los peores hombres de su tiempo— eran «hijos de su padre el diablo», por manifestar en su conducta las obras e inclinaciones de Satanás (Jn. 8:44).
 El Maestro reitera constantemente la relación peculiar e intransferible que existe entre el Padre y el Hijo. Hemos dado ya muchas citas sobre la mística unión entre el Padre y el Hijo, que no hemos de repetir aquí (véase Sección VI, págs. 122, 131- 135). En manera alguna puede la criatura participar en esta rela­ción que es totalmente divina, y ha de rechazarse toda idea de que el hombre puede «divinizarse» por refinarse y llegar a una unión mística con Dios. Hemos notado anteriormente que el Señor nunca habla de «nuestro Padre», incluyendo a los discí­pulos consigo mismo en una nueva relación de «hijos», sobre el mismo plano, sino que hace la distinción de «mi Padre y vuestro Padre». Con todo, la relación de los creyentes con el Hijo es la base de su nueva relación con el Padre sobre el plano que les corresponde.
5.                El Maestro enseñaba a los discípulos a llamar a Dios su «Padre celestial» y que los fieles formaban una nueva familia espiritual a la que entraban por el nuevo nacimiento. El hombre que ama las tinieblas más que la luz no tiene parte en esta fami­lia, sino el que recibe al Enviado con fe, y en cuyo ser opera el Espíritu Santo: «A todos los que le recibieron dioles la potestad de ser hechos hijos de Dios; es decir, a los que creen en su nom­bre; los cuales no fueron engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios [ek tou Theou de la sustancia de Dios]» (Jn. 1:12, 13). Aun el sabio Nicodemo, dechado de moralidad probablemente, tenía que «nacer de arri­ba» por la operación del Espíritu Santo para poder entrar en el Reino de Dios (Jn. 3:3-8). Las enseñanzas de Mateo 18:\-A nos hacen saber que no hay entrada en el Reino de los Cielos sin la humildad, la «pequeñez» y la fe de un niño (comp. Mt. 19:14). Son estos hijos espirituales los que aprenden a orar a su Padre celestial que está en los Cielos, y cuya conducta ha de reflejar en la tierra la naturaleza de su Padre (Mt. 6:9-15; 5:43-48).
Existe una maravillosa unidad entre los hijos, el Hijo y el Pa­dre, pero la gloria que reciben los hijos no es la que tuvo el Hijo antes de que el mundo fuese, sino la que el Padre le ha dado como triunfante Hijo del Hombre. En esta gloria los hijos participan; en aquélla, no (Jn. 17:5, 22, 23).
Desde luego la doctrina del nuevo nacimiento y de la familia espiritual ha de entenderse a la luz de la obra de la cruz que hizo posible que se abriera por medio de la resurrección una gloriosa fuente de vida, pues sólo en vista del hecho de la expiación y de la redención pudo Dios damos «vida juntamente con Cristo» (Ef. 2:5; comp. 1 P. 1:3).
Los hombres ante Dios
Job y los salmistas habían declarado que «el temor de Jehová es el principio de la sabiduría», y el Maestro recalcó la misma verdad. Dios es todo, y los hombres no son nada. Aun en su odio homicida contra el Cristo y quienes le siguen, no pueden hacer más que matar el cuerpo antes del tiempo de su disolución nor­mal (si tal fin está dentro de la voluntad permisiva de Dios), y por eso el Maestro exhortó a los suyos: «No temáis a los que matan el cuerpo, y después de eso ya no pueden hacer más; em­pero yo os indicaré a quién debéis temer: temed a aquel que, después de haber matado, tiene potestad de echar en el gehena; sí os digo, a éste temed» (Le. 12:4, 5; comp. Jn. 19:11). El «te­mor de Dios» que aquí se enseña no es el temblar de un ser ate­morizado ante un tirano poderoso, sino sencillamente el tomar en cuenta el hecho primordial de que Dios es el Creador, el Sustentador, el Redentor (por gracia suya) y el Juez de todos. «Temer» las cosas, las circunstancias y a los hombres, pues, es una locura que descentra la verdadera vida de la criatura. En el mismo pasaje, y a continuación de las palabras citadas, el Maes­tro insiste en la cordura de una vida de fe, de una actitud que depende en todo de Dios (Le. 12:6,7,22-34). Del santo temor y de la confianza de la fe nace el precepto: «Buscad primeramente el Reino de Dios y todas estas cosas os serán añadidas.»
Las enseñanzas del Maestro sobre su propia persona
Las abundantes citas de la Sección VI nos ahorran la necesi­dad de escribir extensamente sobre este tema aquí. El lector debe recordar que el Maestro atraía deliberadamente las miradas de los hombres sobre su persona, esperando su reacción, no tanto a sus palabras y obras, sino a sí mismo, revelado a través de ellas, siendo él mismo «el Camino, la Verdad y la Vida». Tal énfasis, que sería un loco desvarío en otro alguno —en cualquiera que no fuera Dios por naturaleza—- se entiende como la misma ra­zón de ser de los Evangelios, que no son sino el retrato del Dios Hombre, el único Revelador y el único Mediador entre Dios y los hombres, según su declaración: «Ésta, empero, es la vida eter­na: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú enviaste» (Jn. 17:3).
Las enseñanzas del Maestro sobre el amor
Es evidente la relación entre el tema de Dios como Padre y el del amor, puesto que el uso de tal título nos hace pensar en Dios como fuente de amor: «Padre... me amaste antes de la fundación del mundo... los amaste a ellos como me amaste a mí» (Jn. 17:24 con 23).
El verbo griego «amar», en este elevado sentido, es «agapao», que tiene por sustantivo correspondiente «ágape». Para enten­der este vocablo no sirve acudir a los modelos clásicos ni al uso cotidiano que se refleja en los papiros contemporáneos, ya que, por la enseñanza de Cristo y de sus apóstoles, ha sido elevado a esferas donde nunca llegó ni pudo llegar en el discurrir de los hombres, siendo reflejo de la misma naturaleza de Dios, pues «Dios es amor». Hemos de considerar el amor de Dios en ac­ción para comprenderlo: «Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito...» (Jn. 3:16). El mundo de los hombres nada merecía, pero el amor de Dios le impulsó a un acto de pura gracia que entrañó el máximo sacrificio: el dar a su Hijo, no sólo para pisar este pobre suelo, sino a la muerte de expiación (comp. Jn. 3:14, 15).
Se entiende el amor divino mejor si se contrasta con su antíte­sis: el egoísmo del hombre caído, que todo lo quiere para él mis­mo, sea como sea, y sufra quien sufra. Dios es necesariamente el centro de todas las cosas, pero, siendo amor, su gracia fluye en superabundancia con el afán de bendecir; el hombre, indebi­damente, contra la naturaleza de su ser creado, se ha colocado a sí mismo en el centro de su vida, y el egoísmo quisiera ser un imán que atrajera todo hacia su usurpada autoridad. Pero los otros «egos» quieren operar en el mismo sentido, que es contrario al primero, lo que produce inevitablemente las luchas, las desilu­siones, las envidias, los odios y los homicidios.
El misterio de la Trinidad hizo posible un ejercicio perfecto del amor, como esencia del Ser de Dios, aun antes de haber nin­guna cosa creada (Jn. 17:24). La creación espiritual y material ha de entenderse como una obra del amor de Dios, quien quisie­ra derramar su amor sobre sus criaturas, y recibir el amor de ellas, pues, en inocencia, son capacitadas para amar, siendo hechas a imagen y semejanza de Dios (Gn. 1:26).
El Maestro enseña que el pecado rompe la relación de amor, y la convierte en odio entre los hombres rebeldes. «Yo os conoz­co —dijo a los judíos— que no tenéis amor a Dios en vosotros» (Jn. 5:42). «Los hombres amaron las tinieblas más que la luz porque sus obras son malas» (Jn. 3:19). «El que a mí aborrece, también aborrece a mi Padre. Si no hubiese hecho entre ellos las obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; mas ahora, no sólo han visto, sino que han aborrecido tanto a mí como a mi Padre» (Jn. 15:23, 24; comp. Jn. 8:37-44).
Con todo, enseña que Dios ama al mundo con el deseo de salvar a los hombres. El lugar clásico que describe este «amor salvador» se halla en Juan 3:14-21 ya citado. Halla su perfecta ilustración en la parábola del Hijo prodigo (Le. 15:11-32) y se encama en Cristo, quien «vino para buscar y salvar lo que se había perdido». No sólo eso, sino que, siendo Rey y Señor de todos, «no vino para ser servido sino para servir y dar su vida en resca­te por muchos» (Le. 19:10; Mr. 10:45). Pero el amor de Dios provee la salvación sobre la base de la obra de la cruz, que deja sin menoscabo su justicia, y es compatible con la constante «ira de Dios» que irradia de su Trono de justicia contra todo lo que es pecado (Jn. 3:36).
El Maestro enseña que los fieles son objeto de un amor espe­cial, tanto del Padre como del Hijo. He aquí uno de los temas que más se destacan en las conversaciones en el cenáculo: «Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado»... «El que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifes­taré a él... Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos con él morada» (Jn. 13:34; 14:21-23, etc.). Estos versículos destacan claramente la base del amor del Padre para con los suyos, que es la relación de éstos con el Hijo por la fe, amor y obediencia.
El Maestro enseña que toda la antigua Ley se resumía en el ejercicio de un amor perfecto para con Dios y el prójimo. Véanse sus conversaciones con el doctor de la Ley en Lucas 10: 25-37 y con otro en Marcos 12:28-34. El amor que diera todo su cora­zón a Dios no había de ofenderle en nada, y, parecidamente, el amor que considerara tan sólo el bien del prójimo, no necesita­ría mandamientos para limitar los efectos del egoísmo, de la ava­ricia y de la violencia. Naturalmente nadie ha cumplido la Ley en tal sentido, y tan sublime principio condena todos los movi­mientos de nuestro envilecido corazón. Con todo, el principio es importante, porque nos lleva a la ley fundamental del Reino.
El Maestro enseña que el amor es la ley básica en su Reino. Esta ley del amor presupone la obra de la cruz, la «muerte al pecado» en Cristo del creyente y el don del Espíritu Santo, cuyo fruto es el amor y las demás virtudes con él asociadas (Gá. 5:22, 23); es del todo imposible que la carne rinda el fruto del amor, que es la negación del egoísmo que informa y gobierna la carne; es algo que pertenece enteramente a la nueva creación en Cristo.
6.                 El amor produce la obediencia, siendo ésta la prueba de que en verdad existe: «Si me amáis, guardaréis mis mandamien­tos... el que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama... esto os mando, que os améis los unos a los otros» (Jn. 14:15, 21; 15:12, 17). Desde luego, los mandamientos aquí no son los del Sinaí, sino todo el cuerpo de doctrina que el Señor nos ha dejado personalmente y por sus apóstoles, que rebasan ampliamente el limitado marco del decálogo.
 El amor al Señor es la base de todo verdadero servicio. Pedro había fallado lamentablemente la noche de la traición, pero fue restaurado a la comunión con su Señor por medio de una entrevista privada (Le. 24:34) y al servicio público mediante la conversación que Juan refiere en 21:15-22: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?» «—Sí, Señor...» «Apacienta mis corderos... pasto­rea mis ovejuelas...» No es éste el lugar para notar todos los matices de este intercambio conmovedor entre el Maestro y el discípulo, pero sí recalcamos que Pedro no podría «pescar» ni «pastorear» sino por el impulso de un rendido amor al Señor. El principio es universal, pues la preparación, los dones, y aun lo que suponemos ser el llamamiento del Señor, no son más que los elementos externos del servicio cuya fuerza motriz ha de ser el amor, que no es sino la débil respuesta de nuestra parte al amor que todo lo dio por nosotros (2 Co. 5:14, 15).
Todo lo antedicho nos hará saber que el «agape» es «amor divino», que sólo puede reflejarse en la criatura por la operación del Espíritu de Cristo, y que ha de distinguirse netamente del «amor amistad», del «amor sexual» y aun del dulce «amor ma­terno». Sólo la meditación en las enseñanzas de Cristo y de los apóstoles, y la contemplación del amor de Dios manifestado en Cristo, podrán elevar este vocablo de su estado humano de postración o de degradación para que sirva como signo que re­vele el corazón de Dios.
Las enseñanzas del Maestro sobre el significado de su propia muerte
La doctrina de la cruz, tal como se desprende de las mismas palabras del Dios-Hombre, es de una importancia tan trascen­dental que se tratará ampliamente en la última Sección de este libro.
Las enseñanzas del Maestro sobre el Espíritu Santo
El advenimiento del Mesías introduce el siglo de poder espi­ritual, y los Evangelios nos preparan para el magno acontecimien­to del día de Pentecostés, puesto que el Espíritu no podía ser dado en su plenitud hasta que el Dios-Hombre hubiese consumado su obra en la tierra y fuese glorificado (Jn. 7:39). Hay numerosas referencias al Espíritu Santo en la boca del Maestro, pero las li­mitaciones de espacio nos impiden hacer más que notar algunos aspectos fundamentales del tema.
El Espíritu Santo y el Mesías. El descenso del Espíritu Santo sobre Jesús señaló el principio de su ministerio público (Mt. 3:16, 17), hecho histórico que confirmó el Maestro por aplicarse a sí mismo la profecía mesiánica de Isaías 61:1, 2: «El Espíritu del Señor es sobre mí porque me ungió. Hoy se ha cumplido esta escritura en vuestros oídos» (Le. 4:18, 21). En controversia con los fariseos declaró: «Mas si yo por el Espíritu de Dios echo fuera a los demonios, ciertamente ha llegado ya a vosotros el Reino de Dios» (Mt. 12:28). El Hijo-Siervo obraba por el poder del Espíritu de Dios, que era también el Espíritu de Cristo.
El Espíritu Santo y el nuevo nacimiento. Se ha notado ya que los hijos nacen en la nueva familia por la operación del Espíritu de Dios, quien es siempre el Vivificador (Jn. 3:5-8). Por medio del simbolismo del «agua viva» el Maestro enseña que el mis­mo Espíritu que vivifica, también satisface plenamente a quie­nes acuden a Dios por medio de Cristo (Jn. 4:13, 14; 7:37-39).
El Espíritu Santo y los siervos de Dios. Los profetas del anti­guo régimen hablaron por medio del Espíritu (Mt. 22:43) quien también dará la palabra a los santos perseguidos (Mr. 13:11). En relación con la obra del gran Testigo se dice que «Dios no da su Espíritu por medida» (Jn. 3:34), pero el principio es general para todo aquel que se pone a la disposición de Dios con ánimo de servirle.
El gran acontecimiento futuro. Comentando la profecía del Señor que anunció el advenimiento del Espíritu (Jn. 7:37-39), Juan explica en un importante paréntesis: «Esto dijo del Espíri­tu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no ha­bía sido dado el Espíritu por cuanto Jesús no había sido todavía glorificado.» Desde luego, el Espíritu había obrado de distintas maneras desde la creación del mundo (Gn. 1:2), pero aquí se señala un advenimiento especial, en plenitud, que había de in­augurar una nueva dispensación del Espíritu. Con esto concuer­da la enseñanza del Maestro en el cenáculo, y de todos es sabido que, al explicar a los suyos las condiciones y provisiones para el período de su ausencia personal, el Maestro recalcó especialmen­te que el Paracleto, el Espíritu de Verdad, le había de reemplazar como ayudador y guiador de los discípulos. Tan importante ha­bía de ser la venida del Espíritu en esta nueva modalidad, que Cristo dijo: «Os conviene que yo vaya, porque si no me fuere, el Paracleto no vendrá a vosotros; mas si me fuere, os le enviaré» (Jn. 16:7).
Las enseñanzas en el cenáculo. De hecho las doctrinas bási­cas sobre el Espíritu Santo se hallan en Juan 14 y 16, Romanos 8 y Gálatas 5. Hay múltiples referencias en otras Escrituras que derraman luz sobre la persona y obra del Espíritu Santo, pero todo lo esencial de la enseñanza se da en los pasajes que hemos mencionado. Los detalles de la doctrina del Espíritu Santo tal como se presentan en las conversaciones del cenáculo constitu­yen un estudio profundo, y no podemos hacer más que llamar la atención del estudiante a los puntos siguientes:
7.                 Toma el lugar de Cristo en la tierra como «parakleto» («abo­gado defensor», «uno que es llamado en nuestro auxilio»), de modo que los discípulos no han de quedar huérfanos al marcharse su Maestro (Jn. 14:16-18).
8.                 Es el Espíritu de Verdad, que les había de enseñar todas las cosas y guiarles a toda verdad (Jn. 14:17, 26; 16:13, 14).
9.                 Es el Espíritu de testimonio, que había de obrar conjunta­mente con los apóstoles en el gran cometido de dar a conocer la persona y obra de Cristo al mundo (Jn. 15:26, 27; 16:14).
10.               Había de convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio, pero siempre en relación con la persona de Cristo. Sin los movimientos del Espíritu Santo nadie podría ser despertado a com­prender su pecado y su necesidad de un Salvador, bien que el hom­bre puede acallar la Voz o dejarse llevar por ella (Jn. 16:8-11).
11.               La terminación y consumación de la revelación escrita del NT dependía de la obra del Espíritu Santo en los apóstoles (Jn. 14:26; 16:12-14).
El Señor Jesucristo es el Dador del Espíritu juntamente con el Padre. Juan el Bautista había profetizado que el Mesías «bautiza­ría con Espíritu Santo» como rasgo típico de su obra (Mt. 3:11, etc.), afirmación que el Señor confirma en Juan 7:37-39 y en 16:7, etc. Después de su resurrección «sopló» en los discípulos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn. 20:21-23), lo que constituyó un acto simbólico anticipando el hecho de que habían de ser revesti­dos de poder para su misión al serles enviado el Espíritu desde la diestra por el Señor glorificado (Hch. 1:5, 8).
Las enseñanzas del Maestro sobre el hombre
El Señor no explicó ninguna ciencia de antropología, sino que hacía observaciones en el curso de su ministerio sobre los hom­bres y mujeres de carne, alma y espíritu que le rodeaban.
El alma, o vida interior del hombre, vale infinitamente más que su cuerpo. «¿Qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma [vida interior, «psyche»]?» (Mr. 8:36). Ya hemos tenido ocasión de notar que el hombre no ha de temer a quienes no pueden hacer más que matar el cuerpo, sino doblegar la rodilla delante de aquel en cuyas manos se halla su destino eterno (Le. 12:4, 5). Se deduce claramente la doctrina de la in­mortalidad del alma de las declaraciones del Maestro, quien re­calca además que el hombre es un ser responsable, cuyos pensamientos y obras son conocidos de Dios y registrados en el Cielo; de ellos habrá que dar cuenta, y aun de toda palabra ocio­sa (Mt. 12:36, 37). Percibiendo con absoluta clarividencia tanto el valor de lo espiritual como lo efímero de la vida natural, el Maestro sentía una repulsa ante los afanes egoístas y avariciosos del hombre, que se deja ver en su contestación abrupta al hom­bre que quería aprovecharse de su prestigio para solucionar un problema de herencia: «Hombre, ¿quién me constituyó sobre vosotros juez o partidor?» A continuación refirió la parábola del «rico insensato» que subraya la necedad de todo esfuerzo por enriquecerse y por buscar la comodidad en esta vida si el hom­bre «no es rico en Dios» (Le. 12:13-21).
El valor del alma y la misión del Hijo del Hombre. Si bien el valor del alma echa sobre el hombre una responsabilidad solem­ne ante su Creador, también es cierto que llega a ser el móvil del plan de salvación. Todo lo que concierne al hombre es de gran importancia delante de Dios como Cristo señala por la hipérbole: «Mas aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (Le. 12:7). Eso se dice de los fieles, pero igualmente se puede aplicar a cualquier hombre como «ser redimible». Este es el te­soro escondido en el campo, por amor al cual el Hombre vendió todo lo que tenía para comprar el campo (Mt. 13:44), que con­cuerda con la gran declaración tantas veces citada: «El Hijo del Hombre vino para buscar y salvar lo que se había perdido» (Le. 19:10). Él veía el escondido valor humano dentro de cada publicano y pecador, de cada mujer llamada «perdida», y para poderles recibir y salvar «dio su vida en rescate por muchos» (Mr. 10:45). Su vida de infinito valor había de responder por las vi­ das perdidas en el pecado, pero que llevaban en sí la posibilidad de la salvación por la gracia de Dios.
La naturaleza pecaminosa del hombre. Algunos han dicho que el Maestro no hace referencia a la Caída y al pecado original, que son doctrinas «inventadas» por Pablo. De hecho el estado pecaminoso del hombre caído se halla implícito en cuanto ense­ña el Maestro. Versículos como Juan 3:16 presuponen un estado pecaminoso que desemboca a la perdición irremediable aparte de la intervención de Dios que envía a su Hijo con el fin de que el hombre de fe se salve de tal perdición y que reciba la vida eter­na. La fuerte condenación de los judíos rebeldes de Jerusalén lleva implícita en sí la doctrina de la caída: «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba... moriréis en vuestros pecados... vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis cumplir» (Jn. 8:23, 24, 44).
Con todo, los hombres «siendo malos» saben «dar buenas dádivas a sus hijos» (Mt. 7:11), que quiere decir que el hombre pecaminoso no es incapaz de realizar obras familiares y sociales que sean estimables en el medio indicado, pero que no sirven para nada cuando se trata de la expiación de los pecados cometi­dos (véase abajo, «La enseñanza sobre la salvación»).
El Maestro despreciaba las grandezas y glorias de los hom­bres. Siendo él mismo el Rey de gloria, el Señor sabía justipreciar todas las pretensiones del hombre orgulloso y vanidoso, como también lo pasajero y lo mezquino de todas sus obras. Estando Jesús en Perea, territorio de Herodes Antipas, los fariseos tuvie­ron el mal acuerdo de querer asustarle con la amenaza de que Herodes quena matarle. La contestación es contundente y reve­la claramente la actitud del Dios-Hombre frente a quienes ocu­paban tronos humanos fundados sobre el crimen y el engaño: «Id y decid a esa zorra: He aquí, echo fuera demonios y efectúo sa­nidades hoy y mañana, y al tercer día llego a mi consumación» (Le. 13:31-33). El Siervo-Rey seguía el camino trazado desde la eternidad, y lo que Herodes opinaba o proyectaba carecía de toda importancia.
El principio general consta en Lucas 16:15, que surge de las pretensiones religiosas de los fariseos: «Porque lo que entre los hombres es altamente estimado, abominación es a la vista de Dios.» Según este criterio celestial y divino del Maestro, Él se deleitaba en el valor de muy subidos quilates de la ofrenda, apa­rentemente insignificante, de la viuda pobre, mientras que los discípulos se extasiaban ante los últimos edificios y adornos del Templo. El Templo de Herodes era una de las maravillas artísti­cas del mundo, pero de todo aquello profetizó el Señor: «No quedará piedra sobre piedra que no sea derribada» (Mr. 12:41— 13:2).
Las enseñanzas del Maestro sobre la salvación
Incidentalmente hemos hecho muchas referencias al tema de la salvación en el curso de los estudios anteriores. El fondo de la doctrina de Cristo es el reconocimiento del estado perdido del hombre pecador, tal como lo hemos notado en el apartado ante­rior. Un ser tan caído no podía alzarse para llegar a Dios, y todas las «escaleras» de la religión resultaban cortas.
La misión del Hijo es de salvación. «Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Jn. 10:10), declaró el Señor en cuanto a las «ovejas», y tales descripciones de su misión en la tierra abundan por doquiera. La obra sanadora de Cristo ilustraba este sentido de su misión, que era la de sal­var, restaurar y bendecir al hombre arrepentido que creyera en Él. Cada ciego que luego veía, cada paralítico que andaba, cada leproso que volvía sanado y limpio a su hogar, cada muerto que volvía a la vida, mostraba, en términos de la vida natural, lo que Cristo quería hacer en la región del espíritu. El designio de Dios en cuanto al hombre no había de quedar frustrado, sino llevarse a cabo mediante el Hijo Salvador. Las sanidades de los cuerpos arruinados ilustraban la gran obra de salvación por la que el hom­bre volvería a ser «hombre» en el verdadero sentido de la pala­bra, libre de la mancha del pecado, sujeto de nuevo a la voluntad de Dios, poseedor de la vida eterna, y encaminado ya hacia la resurrección del día postrero, por la que entraría plenamente en la Nueva Creación. Tal es el sentido de las grandes obras de po­der, y la clara enseñanza de pasajes enteros que se hallan en Juan 3, 4, 5, 6, 9, 10, etc.

























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