PALESTINA
Palestina
es un país pequeño, teniendo por límite occidental el Mar Mediterráneo (el Mar
Grande) y por límite oriental el río Jordán, bien que, desde los tiempos de
Moisés durante la vida terrestre del Señor, regiones de fronteras fluctuantes
al Este del Jordán se incluían en lo que se puede denominar la «Palestina
mayor». Al Norte se hallaban los países (o provincias, según la época
histórica) de Fenicia, en el litoral inmediato, y Siria que abarcaba la región
del Antilíbano y las altas aguas del río Éufrates, con salidas al mar por la
parte de Antioquía. Los accidentes geográficos del Norte eran la sierra del
Líbano, paralela a la costa de Fenicia, y el Antilíbano que se extendía desde
el célebre Monte Hermón hacia el Norte. Al Sur, además del Mar Muerto, se hallaban
extensos terrenos desiertos o semidesiertos, pasando a la Península del Sinaí.
Dimensiones. Para formarnos una idea de lo reducido del país,
basta recordar que la distancia extrema de Norte a Sur, desde el Líbano hasta
la punta sur del Mar Muerto es de 280 km aproximadamente; que de la costa
mediterránea hasta el Mar de Galilea no hay más que 47 km, y de la costa hasta
el Mar Muerto, 87 km (véase página 335). Podemos recordar que de Madrid a
Barcelona en línea recta hay como 480 km, y de Buenos Aires a Córdoba
(Argentina) alrededor de 800 km. Casi igual distancia hay de Irún a Gibraltar,
la extensión máxima de España de Norte a Sur.
Rasgos
geográficos. El Jordán
nace en las estribaciones del Monte Hermón, para fluir en dirección sur,
pasando primeramente por un pequeño lago llamado «las Aguas de Merón» (o
Huley), y luego por el Mar de Galilea, o de Tiberíades, que no es un «mar» sino
un lago de 21 por 11 km en sus dimensiones extremas, y de la forma aproximada
de una pera. El Jordán sigue su curso por un valle hondo, una sección de una
enorme falla geológica que se extiende desde el Antilíbano, por el Mar Muerto,
por la hondura del Akaba y debajo del mar hasta la costa oriental de África.
Este hecho explica por qué el valle se halla debajo del nivel del Mar
Mediterráneo, llegando este desnivel a 430 m en el Mar Muerto, de donde las
aguas no tienen salida aparte de la evaporación del lago-caldera, cuyas aguas
son de una elevada salinidad por tal causa. El valle del Jordán tiene una
anchura media de 8 km, bordeado por montañas escarpadas que son las «paredes»
de tan notable falla geológica. El rio serpentea en su hondo lecho, que es
caluroso y fértil. En ciertos lugares hay vados que permiten el tránsito desde
Palestina a Transjordania, hallándose uno cerca de Jericó, y otro cerca de
Pella, donde se juntaban las regiones de Galilea, Samaría, Perea y Decápolis.
En general, Palestina es un país montañoso,
hallándose la elevación mayor en una meseta que abarca la parte central de
Judea y llega hasta el norte del Monte Gerizim en Samaría. Al norte de la
meseta se halla una llanura irregular (la parte norte de Samaría y la del sur
de Galilea) que da lugar a altas montañas según se procede al Norte para
acercarse a las sierras del Líbano y del Antilíbano. Del Jordán, hacia el
occidente, se halla primeramente una subida rápida desde el hondo valle hasta las
alturas máximas que hemos mencionado, pasadas las cuales hay un descenso a
estribaciones con valles fértiles (la Sepela) que pierden altitud hasta
reducirse a la llanura del litoral «de Sarón» y «de Filistía», según se halla
más al norte o al sur. Una estribación importante pasa de la meseta central
(Samaría) hacia el mar en sentido noroeste, formando el promontorio del Carmelo
al final. Entre esta estribación y el Mar de Galilea la llanura irregular
facilitaba el tránsito desde Damasco al litoral, a través de un bajo puerto en
el Carmelo cerca de Megido. Esta llanura se llama «de Jezreel» o de
«Esdraelón», famosa en la historia y en la profecía por su importancia
estratégica, ya que se convirtió en «el Camino de las Gentes». En los cerros
que dominan la llanura de Jezreel se halla Nazaret, donde se crió el Señor.
En el
centro del país (Samaría) se hallan los montes Gerizim y Ebal, considerados por
los samaritanos como sagrados. Cerca de ellos conversó Jesús con la mujer
samaritana.
Condiciones
agrícolas y de ganadería. Es
evidente que el largo y estrecho valle del Jordán, donde es fácil el riego, se
presta al cultivo intensivo, en condiciones subtropicales. El litoral mediterráneo
también es fértil, y produce todas las cosechas normales del área mediterránea,
tales como cereales, olivos, la vid y árboles frutales, de los que ocupan el
lugar principal en tiempos modernos los cítricos. En los valles de la Sepela
el cultivo intensivo depende de la posibilidad del riego, mientras que los
cerros ofrecen pastos para ovejas y ganados en general. En la quebrantada
meseta, los calles pueden aprovecharse para el cultivo a la manera de las
serranías en el sudeste de España, pero por lo demás los habitantes viven de la
ganadería, y el pastor se mueve (o se movía) constantemente en busca de pastos.
Las llanuras y los cerros de Galilea son parecidos a la Sepela y el litoral
del Oeste. Desde el antiguo Hebrón, en dirección al Sur, los semidesiertos (a
menudo llamados «desiertos» en la Biblia) pasan a ser regiones estériles,
donde había poca vida en los días del ministerio del Señor. De todos es sabido
que en nuestros días los dos millones de judíos que han vuelto a su país han
aplicado técnicas modernas al cultivo de la parte de Palestina que han podido
ocupar, haciendo que mucho que era desértico bajo los turcos y los árabes
floreciera como un vergel.
Hasta hace pocos años la vida de Palestina había
cambiado poco desde el primer siglo, pero hoy en día todo se transforma. El
valle abrasador del Mar Muerto ofrece ahora amplio campo para explotaciones
minerales y químicas, y el Neguev en el Sur (la región de Hebrón) adquiere gran
importancia. Pero en cuanto al fondo del ministerio del Señor, las
ilustraciones de la vida árabe de hace cincuenta años sirven muy bien para
ayudar a formarnos una idea de las condiciones que cambiaron poco a través de
casi dos milenios. En vista de que las rutas de mayor importancia dependían en
parte de las condiciones políticas, religiosas y sociales, éstas se
describirán más abajo.
CONDICIONES
POLITICORRELIGIOSAS DEL MINISTERIO DEL SEÑOR
El imperio
de Roma
El imperio
de Roma constituía el factor político que determinaba todos los demás durante
el primer siglo. La gran república había extendido el poderío y la influencia
de Roma desde Galia hasta Mesopotamia durante los siglos anteriores a nuestra
era, recogiendo Augusto, hijo adoptivo de Julio César, la herencia de conceptos
y de poder del prócer que transformó la República en Imperio. El periodo del
imperio, por lo tanto, puede datarse del año 27 a. C., y el Senado había
conferido tales poderes a Augusto que todo gobierno, en todas las provincias,
le correspondía; no siempre nombraba a procónsules o a procuradores, sin embargo,
pues a veces confirmaba sobre el trono a reyes nacionales que regían sus
respectivos países por gracia del Emperador. En Siria, provincia de gran
importancia, se hallaba un procónsul (Quirinio cuando Cristo nació), quien
ejercía cierta supervisión sobre Palestina. En el momento del nacimiento (fecha
única en la historia espiritual de la raza, pero ignorada por la política contemporánea)
Herodes «el Grande», por haberse congraciado con el Emperador, gobernaba todo
el país, con la excepción de Decápolis, una confederación de ciudades de
límites fluctuantes al sudeste del Mar de Galilea, pero que incluía otros
centros importantes, hasta Damasco mismo, dependiendo todo ello del procónsul
de Siria. Hubo un área también alrededor de Gaza, en la antigua Filistía, que
se excluía de los dominios de Herodes y dependía del procónsul de Siria.
Hemos de recordar que Herodes no era judío de
nacimiento, pero sí de religión. Procedía de Idumea (Edom) al Sur y Sudeste de
Judea. Por una mezcla de astucia, de diplomacia y de fuerza, había logrado la
soberanía, pero los judíos estrictos nunca se olvidaron de que la familia
herodiana tuvo sus raíces en Edom, la tierra de los descendientes de Esaú,
enemigos durante siglos de la monarquía davídica. Se casó con una princesa de
la línea sacerdotal-real de los asmoneos con el fin de establecerse más
firmemente en Palestina, y, sobre todo, quiso ganar el favor de los judíos por
la magna tarea de reedificar el Templo de Jerusalén en vasta escala de
inusitada magnificencia.
Por
testamento suyo (sujeto a la aprobación de Roma) Herodes dejó las regiones de
Judea, Samaría y el norte de Idumea a su hijo Arquelao, pero éste no pudo
mantenerse en el poder, y en el año 6 las mismas regiones pasaron al poder de
un procurador romano, bajo la supervisión general del procónsul de Siria.
Según los
términos del mismo testamento, Galilea y Perea (véase página 335) fueron
regidas por el tetrarca Herodes Antipas, y una amplia región al nordeste del
Mar de Galilea (Gaulianitis, Iturea, Traconitis, etc.) constituía la tetrarquía
de Felipe, otro hijo de Herodes «el Grande». La égida de Roma y la supervisión
del procónsul de Siria daban una unidad efectiva a esta diversidad de regiones
y de gobiernos. Es de suponer que Herodes Antipas tendría un medio eficaz para
pasar tropas, etc., desde Galilea a Perea, a pesar de estar separadas por un
rincón de Decápolis.
Desde el
punto de vista de los romanos, Palestina era una provincia fronteriza que
servía de baluarte contra las incursiones de los árabes nabateos y los partos,
que se hallaban en un estado de perpetua y peligrosa agitación al Este.
El judaísmo
y la civilización helenística
Es evidente que el Señor limitaba su ministerio
en todo lo posible a ciudades y áreas donde dominaba la influencia judaica,
pero los escritos de Flavio Josefo, juntamente con los descubrimientos
arqueológicos, demuestran que mucho del país estaba helenizado; es decir, que
los habitantes vivían al estilo de los romanos y los griegos. Esto se ve por
los restos de amplios foros ;n el centro de las muchas ciudades, con los
establecimientos de baños públicos, los circos, los teatros, los templos, etc.
Como centros helenizantes se destacaban Cesarea, Samaría (Sebasté), Tiberias,
Cesarea de Filipo, con todas las de Decápolis (diez ciudades); éstas y otras
muchas eran ciudades griegas más bien que judías. Aun Capernaum y Betsaida
tendrían su sector helenizado, pero en ambos casos quedaría la ciudad antigua y
pesquera donde Jesús podía ejercer su ministerio entre los galileos.
Los herodianos
aceptaban las influencias helenísticas juntamente con la dinastía herodiana,
considerando que era mejor disfrutar de la protección de Roma por tales medios,
que no exponerse a ser extirpados como nación. Los saduceos compartían
este punto de vista como medida práctica. En cambio, la presencia inmediata de
las manifestaciones del dominio militar de Roma y del boato de la civilización
griega, exacerbaba el patriotismo y el fanatismo de los fariseos,
levantándose violentas ráfagas de oposición entre los celotes. Todos
estos factores prestaban una fuerza explosiva a toda pretensión mesiánica, y
explican muchas de las reacciones del pueblo, de las sectas y de los príncipes,
frente a Cristo. No sólo eso, sino que vemos cómo se va acumulando fatalmente
la pólvora que por fin explotó en la insurrección del año 66, y que tuvo por
resultado la destrucción de Jerusalén y la extinción aun de la nacionalidad
subordinada y sujeta de los judíos. Desde entonces ha sido una raza sin hogar
hasta la fecha del Estado de Israel de nuestros tiempos.
El gobierno interno de los judíos. El imperio de Roma no solía destruir todo
vestigio de las instituciones nacionales de los países subordinados, sabiendo
que muchas cuestiones podían resolverse mejor mediante autoridades indígenas.
En sus primeros contactos con los judíos habían tratado con los príncipes de
la dinastía asmonea (descendientes de los patrióticos macabeos), pero hemos
visto que Herodes supo desplazar a los sacerdotes- reyes, agarrando él mismo
las riendas del poder. Con todo, el sanedrín, el consejo nacional de los
judíos, todavía funcionaba bajo la presidencia del sumo sacerdote del día. Se
componía de setenta miembros, la mayoría de los cuales procedían de la casta
sacerdotal (saduceos en cuanto a su secta), siendo los restantes ancianos del
pueblo y escribas (doctores de la ley) escogidos mayormente de la secta de los
fariseos. Constituía el sanedrín una especie de senado del pueblo judío y, a la
vez, su «tribunal supremo» en toda cuestión religiosa o interna. Los ancianos
de las distintas sinagogas podían entender en las causas de menor importancia,
pero los asuntos graves pasaban al sanedrín. Por los Evangelios es evidente que
no podía ejecutar una sentencia de muerte sin la concurrencia del procurador
romano, bien que, en momentos de confusión administrativa, a veces se arrogaba
para sí este derecho como en el caso del apedreamiento de Esteban. Los
procuradores romanos solían residir en la torre Antonia, que dominaba el área
del Templo en épocas festivas cuando había peligro de motines, mayormente por
la llegada de grupos de celotes desde Galilea. A los rabinos les gustaba hallar
el origen del sanedrín en el nombramiento de los setenta ancianos que habían de
ayudar a Moisés en el gobierno del pueblo según Números, capítulo 11, pero no
hay evidencia histórica de su funcionamiento antes de la época del dominio
griego, del siglo iv a.C. en adelante. Después de la destrucción de Jerusalén
fue resucitado por los fariseos con fines puramente religiosos.
Las
sinagogas.
Quedaríamos sin luz sobre muchos incidentes en los Evangelios si ignorásemos el
significado de las sinagogas, o «lugares de reunión», que se hallaban en todos
los pueblos de Palestina y en toda ciudad extranjera donde hubiera una colonia
judía; hasta había numerosas sinagogas en Jerusalén, a la misma sombra del
Templo. La sinagoga tuvo su origen durante el cautiverio babilónico, cuando
los judíos transportados sentían la necesidad de reunirse para escuchar la
lectura del Pentateuco y otros escritos sagrados. La sencilla organización
interna se basaba sobre el respeto hebreo por la ancianidad, siendo reconocidos
como «ancianos» los hombres de madurez moral y espiritual. Había también
presidentes que organizaban el culto de los sábados y un servidor que cuidaba
del edificio y enseñaba entre semana a los niños de la comunidad. Es necesario
estimar bien la importancia de este centro local de la vida religiosa, social
y cultural de la raza judaica, y su relación con los principios del
cristianismo es evidente por la lectura de Los Hechos.
El Templo. El Templo era el centro visible de la religión
hebrea. Dios había instruido a Moisés en cuanto al Tabernáculo en el desierto
(Ex. 25-31) y a David sobre el edificio permanente que lo había de sustituir al
establecerse la monarquía davídica (1 Cr. 28:11-19). La ruina del testimonio de
la dinastía trajo como consecuencia obligada la destrucción de la Casa de
Jehová, pero el primer pensamiento del resto que volvió a Judea, según los
términos del edicto del emperador persa, Ciro, era el de volver a levantar el
sagrado edificio que simbolizaba la presencia de Dios con su pueblo (Esd. 3 y
55, con las profecías de Hageo y de Zacarías). Aparentemente el Arca del Pacto
se había perdido en la destrucción de Jerusalén y del Templo por las fuerzas de
Nabucodonosor, de modo que el simbolismo del nuevo Templo no podía completarse.
Sin embargo, los sacerdotes, según sus órdenes, ofrecían los sacrificios
matutinos y de la tarde, además del incienso sobre el altar de oro (Le. 1:8-11,
23). Los varones israelitas procuraban subir a Jerusalén para las grandes
fiestas, con referencia especial a la de la Pascua, cuando centenares de miles
de corderos se inmolaban en el Templo. El Señor reconocía al Templo como la
«Casa de su Padre», «casa de oración para todas las naciones» (Jn. 2:16; Mr.
11:17), y por eso mismo fue constreñido a «limpiarla» de las manchas del
comercialismo que enriquecía la casta sacerdotal. Por fin, siendo él rechazado
como verdadero Señor del Templo, profetizó su completa destrucción (Mr. 13:2).
El llamado
Templo de Herodes ocupaba una explanada mucho mayor que la de los anteriores,
lo que permitía la construcción de los amplios patios con sus magníficos
pórticos (constituyendo todo ello el atrio de los gentiles) que rodeaban el
verdadero santuario. El atrio y los pórticos figuran muchas veccs en la
historia del ministerio del Señor y de los apóstoles, por ser el punto de
reunión de los judíos de Jerusalén como también de los visitantes de la
Dispersión.
Las sectas y los partidos de los judíos
Las sectas que se nombran en los Evangelios son:
los fariseos, los saduceos, y los herodianos. Por Flavio Josefo sabemos de los
esenios, que llevaban una vida ascética y, si se nos permite un término que
corresponde a otra época, monástica. El descubrimiento de los rollos de las
comunidades esenias que vivían alrededor del Mar Muerto ha avivado mucho el
interés en esta secta, pero como no figuran en las narraciones evangélicas nos
basta esta mención de paso aquí.
Los
fariseos. El Maestro
chocaba frecuentemente con los fariseos y sus escribas, pero tenemos que
recordar que había fariseos «buenos» y «malos», y que entre todas las
tendencias religiosas de Israel, ésta era la más sana. El partido se originó en
los tiempos de la dominación griega, y aunque apoyaron a los macabeos en su
lucha contra el tirano Antíoco Epífanes, que quería destruir la religión
judaica, protestaron después contra la política ambiciosa y mundana de la
dinastía asmonea, derivada de los macabeos. Pasaban su tiempo estudiando la
ley, y su nombre significa «los separados». Su celo minucioso se convertía
fácilmente en aquella hipocresía que tantas veces merecía el reproche del
Maestro. Admitían todo el canon del AT, reconocían la parte espiritual del
hombre, con la resurrección de los muertos, comprendiendo por las Escrituras
la existencia de seres angelicales. Su firme creencia en la resurrección
menguó en algo su oposición a los apóstoles durante los primeros años de la
Iglesia naciente. Los fariseos que figurativamente hacían «sonar una trompeta»
ante sí para llamar la atención a sus buenas obras eran seres despreciables,
pero hemos de tener en cuenta que todos los piadosos que esperaban la
consolación de Israel formaban en las filas de los fariseos; pensemos por
ejemplo en Nicodemo, en José de Arimatea, en la declaración de Marta en Juan
11:24, etcétera.
Los
fariseos no disfrutaban ni del dinero ni de las elevadas posiciones sociales y
jerárquicas de los saduceos, pero su doctrina y su firme actitud frente al
Imperio romano, agradaba mucho más al pueblo, y por ende sus ancianos y
rabinos tenían que ser respetados en el sanedrín.
Los celotes eran fariseos militantes, dispuestos a tomar
armas en contra del poder pagano que sujetaba al pueblo de Dios.
Los saduceos. Según su propia tradición, su nombre se derivaba
de Sadoc, sumo sacerdote en los tiempos de David y Salomón. Se formó el partido
alrededor de la casta sacerdotal, y puesto que los romanos trataban con el sumo
sacerdote y el sanedrín del día, eran el partido del gobierno. La familia sumo
sacerdotal y sus asociados controlaban el área del Templo, y así pudieron
enriquecer se comerciando con las ofrendas del pueblo, que el Señor denunció
por dos veces. La fuente de autoridad para ellos era el Pentateuco, y aunque
admitían el valor de los demás escritos del AT, no querían reconocer la
doctrina de la resurrección, ni la supervivencia del alma, ni la existencia de
ángeles. Extraían del Pentateuco un frío código moral (que no guardaban) y por
lo demás se interesaban en los ambiciosos propósitos de su partido.
Desaparecieron juntamente con el Templo que era su centro, y el judaismo
posterior se deriva de los fariseos.
Los
herodianos. Éstos se
mencionan dos veces en los Evangelios (Mr. 3:6; Mt. 22:16; Mr. 12:13), y
parece ser que se trata de un partido político que apoyaba la dinastía
herodiana por razones prácticas, más bien que de una secta con sus creencias
distintivas. Les vemos aliarse con sus enemigos políticos, los fariseos, por
comprender quizá que el Reino espiritual que proclamaba Cristo era
incompatible con sus ambiciones mundanas.
Los
escribas. Se llaman
también «doctores de la ley», y no constituían una secta, sino una profesión.
Habían estudiado la interpretación de la ley en las escuelas de Jerusalén según
la tradición de los ancianos, y explicaban los puntos que surgían, no por el
libre examen del texto, ni por su criterio propio, sino por los
pronunciamientos de rabinos anteriores. La mayoría pertenecía a la secta de
los fariseos.
La
tradición de los ancianos
Desde los
tiempos de Esdras se había formulado una «tradición oral» de interpretaciones
del texto sagrado y, con el decaimiento de una verdadera espiritualidad, esta
tradición se endureció para formar un sistema legalista que, lejos de aclarar
el texto, lo contradecía. El Señor denunció un terrible caso típico: la
costumbre del «Corbán», que anulaba el espíritu de la ley: «Honrarás a tu padre
y a tu madre...» (Mr. 7:1-23).
Las fiestas
de los judíos
El capítulo 23 de Levítico determina el año
religioso de Israel. La fiesta básica es la Pascua, que celebra la
redención de Israel del poder de Egipto. Se mencionan tres Pascuas claramente
en el curso del ministerio del Señor, y hemos de suponer otra (véase
Cronología). La última coincidió con la ofrenda hecha una vez para siempre del
Cordero de Dios. Nuestra «Semana Santa» coincide con la celebración (según el
mes lunar) de la Pascua de los judíos. Los «ázimos» se relacionan con la
Pascua, siendo el período en que los judíos comían pan sin levadura. De entre
varias importantes fechas del calendario religioso entresacamos las siguientes
por su importancia y por rozar el relato bíblico: la fiesta de Pentecostés y la
fiesta de los Tabernáculos.
La fiesta
de Pentecostés, o de los
cincuenta días, señala el ofrecimiento de los primeros panes hechos después de
la nueva cosecha, y se celebraba al cumplirse siete semanas después de la
Pascua. En la nueva era de Cristo adquiere gran importancia por ser el día del
descenso del Espíritu Santo.
La fiesta
de los Tabernáculos es la de
Juan, capítulo 7, y en su último día Jesús hizo su gran declaración: «Si alguno
tiene sed, que venga a mí y beba» (v. 37), quizás en el momento de verterse
agua de los vasos de oro según el ritual. Los judíos vivían bajo enramadas
durante los días de esta fiesta, que, en su sentido original, celebraba a la
par la peregrinación en el desierto, y la esperanz:a del reino glorioso en el
futuro.
A estas
fiestas bíblicas los judíos habían añadido la de la «Dedicación», que
conmemoraba la inauguración de los cultos en el Templo de Zorobabel, y la de «Purim»,
que celebraba la liberación de los judíos de una matanza general según se
narra en el libro de Ester. La de la «Dedicación», diciembre 25, se menciona
en Juan 10:22; de la de «Purim» no hay mención en los Evangelios, a no ser que
fuese la que no se determina en Juan 5:1 (fecha 14 de marzo).
Además de
los judíos palestinianos, muchos otros de la Dispersión subían a Jerusalén en
peregrinación en las fechas de las grandes fiestas, que ayudaban mucho a
mantener la cohesión racial y religiosa del pueblo.
Los judíos,
los gentiles y los samaritanos
Para el judío, el gentil era un «incircunciso»,
completamente ajeno al pacto y a las promesas de Israel, a no ser que se
hiciera prosélito por medio de la circuncisión y los demás ritos prescritos.
El centurión de Lucas 7:2-10, recomendado al Señor por los ancianos de la
sinagoga, era probablemente un «temeroso de Dios» que aceptaba la doctrina del
AT y asistía a los cultos de la sinagoga, sin llegar a circuncidarse.
Pero los
judíos, aun despreciando a los gentiles, trataban con ellos en los negocios
corrientes de la vida. No así con los samaritanos, por considerarles cismáticos
y enemigos del verdadero culto de Dios. El tema ocurre varias veces en los
Evangelios (Jn. 4; la parábola del buen samaritano, etc.). ¿Por qué este odio y
separación total? Samaría llegó a ser el nombre del reino norteño, separado de
la monarquía davídica por los siglos vm y vil a.C., y la ciudad capital fue
capturada y destruida por el emperador asirio Sargón II en el año 722 a.C. Muchos
de los israelitas fueron transportados, siendo reemplazados por gente de
Mesopotamia. Con todo, es probable que la sangre de Abraham predominaba en
aquella región qe entonces incluía Galilea. Adoptaron todos el culto de Jehová,
y hubiesen querido tomar su parte en la reconstrucción del Templo por
Zorobabel, pero, al ser rechazada su oferta por razones de pureza racial y
religiosa (Esd. 4:1-6), se convirtieron en enemigos acérrimos de los judíos
que habían vuelto, obstaculizando su obra hasta donde podían. Más tarde ellos
mismos levantaron su propio templo en el monte Gerizim, pretendiendo seguir
una tradición antigua, anterior a la de David y del Templo de Sion (véase Jos.
8:30-35). Tenían su Pentateuco, una copia antiquísima del cual se guarda aún, y
que constituye un gran tesoro bíblico. Los judíos los tenían por cismáticos e
impuros, pero los samaritanos de aquella generación creían de buena fe que Dios
había de ser adorado en el monte de Gerizim (Jn. 4:20). El Maestro no admitía
sus pretensiones (Jn. 4:22), ni había llegado el momento para evangelizar a los
samaritanos en general, pero se hallaba muy distanciado de los prejuicios de
sus compatriotas, señalando a la mujer samaritana la fuente de agua viva, y
escogiendo precisamente a un samaritano como ejemplo del amor al prójimo.
Galilea y
los galileos
El hecho de
que los galileos del tiempo de Cristo eran judíos leales, subiendo a las
fiestas en el Templo de Jerusalén, mientras que los samaritanos, que habitaban
una región más próxima a la capital, habían desarrollado una religión
cismática, es debido a la acción enérgica de Juan Hircano, uno de los
príncipes de la dinastía de los asmoneos, quien invadió la región galilea hacia
el fin del siglo n a.C., forzando a los habitantes a recibir la fe de los
judíos. Aparte de los muchos elementos gentiles en la región, llegaron a ser
más fieles y celosos que los mismos judíos del Sur, a pesar de ser despreciados
por éstos como provincianos de dudosa pureza racial (Jn. 1:46; 7:52, etc.).
Era gente fuerte y decidida, y entre ellos el Maestro escogió a sus apóstoles.
LAS RUTAS
DEL MINISTERIO
Se ve al
Señor en constante movimiento al cumplir la tarea correspondiente a su persona
como Mesías-Salvador, de realizar las obras de poder que manifestaban tanto la
gracia como el poder de su Reino, y de llegar por fin a la consumación del
Sacrificio de sí mismo. Podemos discernir dos focos principales: el de
Jerusalén en el Sur, y el de Capernaum en Galilea.
Las rutas
en Judea
Poco
sabemos de los movimientos de Jesús en Judea, en la primera etapa de su
ministerio. Suponemos que habrá subido de Galilea a Jerusalén (Jn. 2:13) por la
acostumbrada ruta que evitaba el contacto con el suelo inmundo de Samaría,
cruzando el Jordán desde Galilea a la altura de Pella, bajando por la orilla
izquierda, hasta llegar a los vados cerca de Jericó. De allí no hay más que un
camino para «subir a Jerusalén» desde las profundidades del valle del Jordán.
Una gran parte de la ruta total pasaba pues por Perea, la provincia
transjordana bajo la autoridad de Herodes Antipas.
Relacionados con la estancia de Jesús en Judea
(véase Cronología) hallamos la primera limpieza del Templo, la conversación
con Nicodemo, y el resumen de 3:22: «Después de esto, fue Jesús con sus
discípulos a la tierra de Judea, donde pasó algún tiempo con ellos y
bautizaba...» ¿Visitó acaso Belén, el lugar de su nacimiento, durante este
ministerio? ¿O las ciudades de la costa? Nada sabemos, pero hemos de suponer
que «Judea» aquí significa la provincia en contraste con la capital de
Jerusalén.
La ruta a través de Samaría
Lo seguro
es que, al dar por terminada su estancia en Judea, decidió volver a Galilea por
el camino más corto, poco usado por los judíos, a través de la provincia
cismática de Samaría, impulsado por la «necesidad» de proveer a la samaritana
del «agua de vida». La ruta se señala en el mapa, y puede determinarse con
exactitud hasta Sicar, pues aún existe y mana agua del «pozo de Jacob». De allí
la ruta más probable es la que pasa por Ginea, casi en el linde de
Samaría-Galilea; el Señor habrá continuado su viaje por Nazaret a Caná, donde
pronunció la poderosa palabra que sanó al hijo del noble en Capernaum (Jn.
4:4, 5, 43,46,51).
Mateo recoge (anticipadamente) la narración de
Juan, y dice en 4:12: «Habiendo oído Jesús que Juan había sido encarcelado, se
retiró a Galilea [comp. párrafo anterior]; y dejando Nazaret, fue a
Capernaum... y habitó en ella.» Si José había muerto, Jesús obró como jefe de
la familia y determinó fijar su residencia en un lugar que le facilitara sus
muchas idas y venidas por Galilea, que incluían travesías por el mar de Galilea
a la ciudad cercana de Betsaida Julia (capital de Herodes Felipe), a Gergesa,
lugar probable de haber sanado a «Legión» y a «lugares desiertos», como aquel
en que el pan y los peces fueron multiplicados. Es imposible y necesario el
detalle. El estudiante ha de fijarse bien en la posición geográfica de
Capernaum, juntamente con la de las ciudades de Galilea que se mencionan
expresamente en los relatos (Corazim, Nain, Nazaret), y además en la de las
ciudades que notamos arriba que se hallaban al otro lado del lago; luego ha de
pensar en un gran número de poblaciones y aldeas visitadas durante las varias
misiones del Señor mismo y de los apóstoles. Los caminos radiarían desde
Capernaum en el sentido de todos los puntos cardinales si se incluyen las
travesías del lago. Ya hemos notado que el Señor escogía los centros de vida
judía, evitando las ciudades muy helenizadas.
Las rutas
fuera de Palestina
Exceptuando
la huida a Egipto cuando era infante, el Señor no salió de los límites de
«Palestina mayor» aparte de la visita a Fenicia que se narra en Marcos 7:24-31,
y hemos de notar que el propósito no fue el de evangelizar las famosas ciudades
de Tiro y de Sidón (entonces muy decaídas de su importancia anterior), sino
buscar un retiro en la región de dichas ciudades, quizá en los tranquilos
valles del Líbano, pues «no quería qu nadie lo supiese». La curación de la
hija de la sirofenisa en territorio extranjero es algo muy excepcional y,
según el símil de aquella mujer de fe, se puede considerar como una «miga» que
anticipaba «la plenitud de los gentiles». El estudiante puede ver por el mapa
que el Señor habrá seguido la costa mediterránea hacia el Norte y, tomando en
cuenta Marcos 7:31, es probable que, después de llegar a Sidón, cruzara la
sierra del Líbano en dirección a Cesarea de Filipo, bajando luego el valle del
Jordán por la orilla izquierda hasta «atravesar la región de Decápolis» (véase
mapa).
Incluimos
en este apartado el viaje a «la región (a las aldeas) de Cesarea de Filipo»,
bien que dicha ciudad (moderna y muy helenizada) se hallaba al sur del monte de
Hermón, en Iturelpanias, región bajo el control de Felipe Herodes, y, por lo
tanto, en la «Palestina mayor». Pocos judíos palestinianos se hallaban por la
región, sin embargo, y de nuevo se trata de un retiro a lugares tranquilos, con
el objeto principal de confrontar a los discípulos con la necesidad de una
decisión oficial sobre su persona, e iniciar después la enseñanza privada sobra
la crisis de la cruz (Mt. 16:13, 14; Mr. 8:27). La ruta pasaría por el valle
del Jordán, y la región pantanosa de las Aguas de Merón.
La ruta de
Galilea a Jerusalén
Después del período de la instrucción privada de
los apóstoles en el Norte, «sucedió que como se cumplía el tiempo en que él
había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén» (Le.
9:51). Según Mateo 19:1 y Marcos 10:1 pensaríamos en un movimiento bastante
rápido y seguido hacia Jerusalén para la consumación final, pero por Lucas
sabemos que el Maestro ejerció un extenso ministerio en Perea al Este del
Jordán, al par que se acercaba poco a poco a Jerusalén, y aun cabe, según la
información de Juan, una visita a Jerusalén para la fiesta de la Dedicación
(Jn. 10:22, 23) y otra retirada a Perea para continuar el ministerio (Jn.
10:40). La última ruta sería la normal de Galilea a Judea, vadeando el Jordán
dos veces para evitar Samaría, pero con probables variaciones extensas con el
fin de visitar las ciudades y aldeas en Perea, y para efectuar las breves
visitas a Jerusalén (véase apartado siguiente).
Las rutas
señaladas en Juan después del capítulo 4. Tengamos en cuenta que los judíos de Galilea subían a Jerusalén para
las fiestas con bastante frecuencia. No es de extrañar, pues, que los
sinópticos callen tales visitas normales de parte de Jesús, y que luego Juan
recogiera el ministerio asociado con ellas. Se ha de pensar en la ruta al este
del Jordán como norma, ya que el paso por Samaría indicado en el capítulo 4 fue
excepcional.
Viaje a
Jerusalén para la fiesta anónima (Jn. 5:1). La vuelta rápida se supone para dar lugar al extenso ministerio del
Señor en Galilea señalado en los sinópticos.
La subida a
Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos (Jn. 7:1-3, 10-14). Como Jesús subió «como en secreto», nada
sabemos de la ruta. No es necesario suponer que todas las enseñanzas, etc.,
de 7:14-10:21 se dieran durante aquella sola visita, pues vemos por los
sinópticos que proseguía con su misión en Galilea.
La subida a
Jerusalén desde Perea para la fiesta de la Dedicación (Jn. 10:22, 23; 40-42). Ya hemos indicado que esta visita ha de
considerarse como un paréntesis en su ministerio en Perea.
La visita a Betania para levantar a Lázaro y la
retirada a un lugar llamado Efraim en Perea (Jn. 11:7-13:54). El punto de origen de este viaje (aparte de ser
un lugar en Perea) es desconocido, como también dónde se hallaba Efraim, pero
sin duda habrá cruzado cada vez los vados del Jordán cerca de Jericó, subiendo
y bajando por el único camino que enlazaba esta ciudad con Jerusalén.
Todos los
evangelistas señalan la última etapa del viaje final que tuvo por consumación
la entrada triunfal en Jerusalén (Mt. 20:17, 30; 21:1; Mr. 10:32, 46; 11:1; Le.
18:35; 19:1-11, 28- 30; Juan 12:1).
Los
movimientos del Señor después de su resurrección no entran en estas
consideraciones, porque no estaban sujetos ya a «rutas» en la tierra, bien que
se dignó manifestarse varias veces tanto en Jerusalén como en Galilea. Como
excepción recordamos el camino a Emaús (Le. 24:13-31), puesto que el
Resucitado tuvo a bien andar el camino como si se tratara de uno de los viajes
anteriores a su consumación. La posición probable de Emaús se señala en el
mapa.
El estado
de los caminos. Los
romanos eran notables por la construcción de vías bien trazadas y con un firme
de piedras que soportaba sin deterioro el tránsito de sus legiones y el
movimiento comercial, pero la mayoría de las rutas que hemos señalado no serían
tales carreteras romanas, sino los pobres caminos de tierra llenos de baches,
de obstáculos, de polvo o de barro, formados por el paso de generaciones de
caminantes, aptos sólo para los pies del hombre (¡y no muy aptos!) y el paso de
caballerías. Los romanos tenían sus buenas rutas desde Cesarea a Jerusalén, y
si tenían ocasión de pasar de Jerusalén al Norte, naturalmente irían por
Sebaste (Samaría).
LA CRONOLOGÍA DEL MINISTERIO
Es de alguna
importancia para la debida comprensión del mensaje de los Evangelios que
tengamos una idea, por lo menos aproximada, de la duración del ministerio del
Señor, como también de las esferas en donde se desarrolló. Algo de ello hemos
visto ya en nuestros estudios de cada Evangelio, y aquí no intentamos más que
situar lo más destacado en una perspectiva general.
La cronología en Mateo y Marcos
Apenas hallamos un dato en Mateo y Marcos que nos
ayude en nuestro propósito, pues, a juzgar por sus escritos, creeríamos que el
ministerio público del Señor se llevó a cabo en su casi totalidad dentro de los
términos de la provincia norteña de Galilea, iniciándose inmediatamente después
de la tentación, y clausurándose un poco antes de la semana de la pasión. Un
sólo versículo indica que el Señor hubiese realizado obras anteriores a su
primera misión en Galilea: «Habiendo oído Jesús que Juan había sido
encarcelado, se retiró a Galilea...» (Mt. 4:12), palabras que indican
el paso del tiempo necesario para el encarcelamiento de Juan, y que Jesús
había estado en otra parte (en Judea, en efecto) antes de «retirarse» a
Galilea. Tenemos aquí una concordancia con Juan 4:1-2.
La
cronología en Lucas
Era de
esperar que un historiador tan exacto como Lucas, no dejara de situar la vida y
el ministerio del Señor en el marco de los acontecimientos contemporáneos. El
nacimiento había tenido lugar en la época de César Augusto, en la fecha del
decreto imperial que ordenó el empadronamiento de los súbditos de sus dilatados
dominios (Le. 2:1, 2). El principio del ministerio de Juan el Bautista se fija
con más precisión aún, siendo ya emperador Tiberio, rigiendo Poncio Pilato la
provincia de Judea, mientras que los dos hijos de Herodes eran tetrarcas de
las provincias al oeste y al nordeste del Mar de Galilea. Lucas lo relaciona
también con el panorama religioso, notando que Caifás era sumo sacerdote, con
su suegro Anás en el fondo (Le. 3:1-2), ya que los romanos habían depuesto a
este, pero retenía su categoría a los ojos de los judíos. No podemos saber la
duración del ministerio de Juan el Bautista antes del bautismo de Jesús, pero,
ayudados por otras consideraciones, llegamos a la fecha del año 27 como
principio de la otra pública de Cristo.
Por Lucas
también aprendemos algo de una obra extensa que se desarrolló en Perea, al este
del Jordán, antes de la consumación en Jerusalén, pero nos sorprende comprobar
que este evangelista no nos proporciona datos para poder apreciar la duración
de las distintas etapas del ministerio, ni la del período total entre el
bautismo y la pasión.
La
cronología en Juan
Tenemos que
acudir donde menos esperaríamos para completar los datos: al cuarto Evangelio
que hemos estimado como la biografía interior y espiritual por excelencia. Es
Juan quien nos informa sobre el importante período del ministerio en Judea, que
mediaba entre el milagro de Caná de Galilea y la primera proclamación del
Reino en Galilea. No sólo eso, sino que va notando el paso de las fiestas
religiosas de los judíos, que nos sirven de preciosos hitos para marcar el
transcurso de los años y estaciones. De importancia especial son las
referencias a las fiestas de la Pascua.
La primera
Pascua. Después de
algunos movimientos de carácter privado, Jesús subió a Jerusalén para la
Pascua que se nota en Juan 2:13-25, lo que nos da la fecha de abril del año 27.
Sigue el ministerio en Judea, que sólo Juan refiere, la importancia y la
extensión del cual pueden estimarse por las referencias a los bautizados en
Juan 3:22 con 4:1, 2, pues sabemos que Juan bautizaba a muchos arrepentidos, y
se dice que era notorio en Judea que Jesús bautizaba más que él. Bien
quisiéramos tener más detalles de tan hermosa obra, que empezó donde tenía que
empezar: en el distrito metropolitano. La breve referencia nos ayuda a
comprender que el Señor, al ministrar la Palabra en los atrios del Templo
durante las visitas posteriores a la capital que refiere Juan, era ya
conocidísimo por su persona y sus obras, y que los judíos de Jerusalén no
tenían que depender de rumores sobre él que llegasen de tarde en tarde de la
provincia norteña. Pedro también nos dice que la Palabra de Jesús fue
divulgada por toda Judea (Hch. 10:36, 37).
La fecha
del fin del ministerio en Judea se determina por las palabras del Maestro a sus
discípulos en Juan 4:35, que seguramente se basaban en una observación directa
del campo: «¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la siega?»,
pues si faltaban cuatro meses para la cosecha de la cebada en mayo podemos
situar la conversación con la mujer samaritana en enero del año 28
aproximadamente.
La fiesta de Juan 5:1. Después de algún tiempo en Galilea, el Señor
subió de nuevo a Jerusalén en la ocasión de otra fiesta que no se determina
(Juan 5:1), y que algunos manuscritos llaman «la fiesta», que podría
indicar la Pascua por su gran importancia. En cambio, toda la frase: «una
fiesta de los judíos» podría significar la de «Purim» (véase pág. 155) que
tenía lugar a mediados de marzo. De todas formas, nos hallamos en la primavera
del año 28, y si la «fiesta» anónima no es la Pascua, hemos de entender que
Juan omite la mención de ella en el año 28, ya que es inconcebible que la parte
de la gran misión en Galilea, tan llena de viajes, enseñanzas y obras, que
antecede a la próxima Pascua nombrada (Juan 6:4), se desarrollara en unos meses
al principio del año 28.
La Pascua
de Juan 6:4. El milagro
de la multiplicación de los panes y peces precedió a la Pascua del año de
referencia, según indica Juan, y aquí tenemos un importante punto de enlace con
las narraciones de todos los evangelistas, ya que todos refieren este milagro,
que tuvo que realizarse en abril del año 29. Marca el auge de la
popularidad del Señor en Galilea, después del cual crece la incomprensión de
los galileos, y aumenta la instrucción que Jesús da a los Doce con referencia a
la cruz.
La Pascua de la pasión. Como se verá abajo, el final del año 29 y el
principio del año 30 se ocupan primeramente por las instrucciones particulares
a los Doce, y por la misión a los habitantes de Perea después de la partida de
Galilea. Todos los evangelistas dedican mucho espacio a los acontecimientos de
la Semana de la pasión y de la resurrección, y todos hacen constar que la
pasión coincide con la época de la Pascua. El sentido claro de los relatos de
los sinópticos es que el Señor comió la Pascua normal con los discípulos en la
noche acostumbrada, que era la víspera de la crucifixión. Juan, sin embargo,
parece indicar que la Pascua cayó en el mismo día de la crucifixión: «No entraron
[los príncipes] en el Pretorio, por no contaminarse, y así poder comer la
Pascua»... «Era la preparación de la Pascua y como la hora sexta» (Jn. 18:28;
19:14). Es casi inconcebible que los príncipes hubiesen llevado a cabo el
proceso de Jesús en la noche de la Pascua, e insistido en la ejecución de la
sentencia el día siguiente, fuese que la celebración correspondiera a la víspera
de la crucifixión, o al día cuando se efectuó, pero ello sólo subraya la falta
de todo escrúpulo cuando los hombres llegan a odiar la luz. Para quien escribe
es mejor aceptar el hecho histórico de la celebración de la Pascua tanto por
el Señor y los suyos como por los judíos en general según la refieren los
Sinópticos, y tener en cuenta que todo el período de los ázimos fue señalado
por importantes actos que ocupaban el período general de «la Pascua», y que los
jefes religiosos querían estar «limpios» para tales actos, y no precisamente
para el rito de comer el cordero pascual.
No hay duda
razonable de que Cristo fue crucificado en abril del año 30, y que, después de
los cuarenta días de manifestación, subió visiblemente al cielo en mayo del
mismo año, dando fin oficial a su ministerio en la tierra.
El esquema
siguiente servirá para situar en su perspectiva cronológica los datos
anteriores (véase «Contenido del Evangelio» en las Secciones II, III, IV, V).
LAS GRANDES ETAPAS DEL MINISTERIO
Período
inicial (mayormente en Judea)
Año 27 Enero-febrero
El bautismo
y la tentación.
Marzo
Primeros
movimientos de carácter privado; llamamiento particular de algunos
discípulos-amigos. La señal en Caná.
La primera
Pascua. Limpieza
del Templo.
Abril a
diciembre La conversación con Nico- demo. Una extensa obra en Judea.
Abril
Año 28 Enero
El paso por
Samaría y el retomo a Galilea.
Mt.
3:13-4:11 Jn. 1:19-28, etc. Jn. 1:28—2:12, Jn. 2:13-25 ;Jn. 3:1—4:3; Jn 4:4-45
Período principal
(mayormente en Galilea)
Enero
Marzo o
abril
Abril a
diciembre
Año 29 Enero a abril
Abril a...
...Septiembre
Septiembre
a noviembre
Principio
de su ministerio en Galilea. Proclamación del Reino, rechazo en Nazaret. Obras
en Capernaum. Llamamiento oficial de los primeros discípulos.
La fiesta
en Jerusalén (Pascua o Purim). Ministerio en Jerusalén. Continuación del
ministerio en Galilea hasta la misión de los Doce. Grandes obras y
enseñanzas.
Continuación
del ministerio hasta el milagro de alimentar a los cinco mil.
La tercera
Pascua. Multiplicación
de los panes (en todos los Evangelios). Varias obras y enseñanzas.
La
confesión de Pedro en Cesarea de Filipo; la Transfiguración. (Crisis del
ministerio.)
Ultima fase
del ministerio en Galilea, mayormente enseñanzas privadas para los Doce.
Partida de
Galilea.
Jn. 4:6-54
Mt. 4:18-25 Le. 4:16-44 Mr. 1:14-45; Jn. 5:1-47
Mt.
5:1-11:1 Mr. 2:1—5:43 Le. 5:1—8:56
Mt.
11:1—14:12 Mr. 6:1—6:29 Le. 9:1-9 Mt. 14:13—16:12 y paralelos
Mt. 16:13—17:13
y paralelos
Mt.
17:14-19:1 y paralelos
Mt. 19:1
Mr. 10:1 Le. 9:51
Período
final del ministerio (mayormente en Perea)
Le.
10:17—19:28 Jn. 10:22-39
Noviembre a
diciembre (año 29)
Enero a
marzo (año 30)
Año 30 Abril
Ministerio
en Perea, con movimiento hacia Jerusalén, interrumpida por la visita para la
fiesta de la Dedicación.
La Semana
de la Pasión.
La cuarta
Pascua.
La pasión,
muerte y resurrección de Cristo.
Los
cuarenta días.
Mt.
21:1—26:16 y paralelos Mt. 26:17-35 y paralelos Mt. 26:35—28:15 y paralelos
Abril a
mayo Los cuarenta días. Le. 24:13-49, etc.
Jn. cap. 21
Mt. 28:16-20
La
Ascensión. Le. 24:50-53
Mr. 16:19
Comp. Hch. 1:1-11
Las etapas
cronológicas del ministerio corresponden al plan eterno, y es evidente que el Hijo-Verbo
nada hacía que no se ajustara exactamente a la «hora» del programa de su
misión: «Salí del Padre y he venido al mundo; otra vez dejo el mundo y voy al
Padre» (Jn. 16:28).
PREGUNTAS
Trácese la
costa de Palestina, y luego, de memoria, indíquese el curso del río
Jordán, con el Mar de Galilea y el Mar Muerto. Indíquense las fronteras
aproximadas de las regiones de Judea, Samaría y de Galilea. Insértense las
ciudades y poblaciones siguientes: Jerusalén, Jericó, Bethlehem, Sicar, Caná
de Galilea, Nazaret, Capernaum, Betsaida Julia, Cesarea de Filipo. Indíquese
por medio de rayitas el camino que solían seguir los judíos de Galilea al subir
a las fiestas de Jerusalén.
1.
Explique
claramente quiénes eran los siguientes: a) los fariseos; b) los
saduceos; c) los herodianos; d) los escribas (doctores de la
Ley).
2.
Descríbanse las relaciones de los judíos de
Jerusalén con:
a)
los
romanos; b) con los samaritanos; c) con los galileos.
3.
Se dice normalmente que el ministerio del
Señor duró casi tres años y medio. Adúzcanse los datos que justifican la
duración de este periodo.
El
ministerio del Señor (segunda parte)
Los métodos de la enseñanza y algunos de
los temas
LAS ENSEÑANZAS DEL SEÑOR
Para sus compatriotas, Jesús era preeminentemente
el «Maestro», cuyas enseñanzas se revestían de una autoridad y de una
profundidad desconocidas hasta entonces. Este rasgo del ministerio salta a la
vista en todos los Evangelios, aunque en menor grado en Marcos, Evangelio de
acción y de servicio. Los otros tres dedican mucho espacio a las palabras del
Señor, según el principio de selección que convenía al propósito de cada uno.
Al resumir las características de cada Evangelio hemos tenido ocasión de
considerar bastantes facetas de las enseñanzas de Cristo, viendo que su tema en
Mateo es el del Reino, en Lucas la manifestación de la gracia de Dios en Cristo
frente al hombre como tal, y en S. Juan el resplandor de la gloria de Dios a
través del cumplimiento de las obras del Padre por medio del Verbo encarnado.
Por llevar Marcos poca enseñanza que no se halla repetida en los otros tres es
más difícil percibir un principio de selección, pero las enseñanzas
corresponden a las obras del Siervo de Jehová.
En este
lugar hemos de considerar los métodos de la enseñanza del Maestro, además de
entresacar algunos de los temas que más se destacan dentro de una amplia
perspectiva, advirtiendo
que necesitaríamos un libro muy extenso para un
tratamiento adecuado de un tema tan sublime. Pero el propósito es el de animar
al lector a seguir atesorando las joyas del ministerio verbal del Dios-Hombre,
único e inigualado, que mantiene una gran sencillez de forma y de expresión al
par que lleva el sello inequívoco de la divinidad.
Hemos de advertir que hay perfecta consonancia
entre las enseñanzas que el Señor nos dio personalmente y las que llegan a
nosotros por medio de los apóstoles, ayudados por el Espíritu de Cristo (Jn.
15:26, 27; 16:12-15); al mismo tiempo los Evangelios necesitan el complemento
de las Epístolas, ya que éstas se redactaron después de la consumación
de la obra de la cruz y de la resurrección, que es la clave para la comprensión
de todas las obras de Dios. En germen todo está en las palabras del
Maestro, y la divina profundidad de éstas corresponde a la perfección del Verbo
encamado, quien las pronunció. Con todo, nosotros, como los apóstoles,
necesitamos que se enfoque sobre ellas la luz de la obra consumada para su debida
comprensión (Jn. 14:26; Le. 24:45, 46).
Dos aspectos de las enseñanzas del Maestro son
tan importantes que se han de considerar en secciones futuras: 1) el ministerio
parabólico; 2) las referencias anticipadas al tema de la muerte y la
resurrección del Señor.
LA AUTORIDAD DE LAS ENSEÑANZAS
Los judíos
de Galilea eran sencillos en su modo de vivir, pero no ignorantes. La lectura
de la Ley y de los Profetas en la sinagoga todos los sábados les proporcionaba
una buena base de verdadera cultura, y ya hemos visto que, entre semana, la
sinagoga también servía de escuela. Los judíos de Jerusalén podían asistir
también a las discusiones de los célebres rabinos que enseñaban a sus
discípulos en ciertos lugares reservadosde los atrios del Templo. Por desgracia
(véase apartado sobre «La tradición de los ancianos», pág. 154) se habían
acostumbrado a procedimientos dialécticos que degeneraban fácilmente en
sofismas verbales que, lejos de iluminar los grandes textos del AT, los
oscurecían. Los escribas (intérpretes de la Ley) se preciaban de conocer las
antiguas sentencias de los célebres rabinos, y 110 querían ni sabían dar el sentido directo de la
Palabra.
Cristo conocía la Palabra del AT como autor de
ella, y desentrañaba siempre el sentido íntimo y permanente, subrayándolo con
una autoridad personal que hemos tenido ocasión de notar al considerar las
pruebas de su deidad. La «autoridad» de su palabra iba acompañada del «poder»
de sus obras, de modo que los oyentes quedaban asombrados ante algo nuevo e
inaudito: «¿Qué es esto? ¡Nueva enseñanza, y con autoridad «aun a los
espíritus inmundos manda, y le obedecen!» (Mr. 1:27). La reacción después de
las asombrosas enseñanzas del llamado Sermón del Monte es parecida: «Y como Jesús
hubo acabado estas palabras, las multitudes estaban atónitas de su doctrina
(enseñanza); porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los
escribas» (Mt. 7:28, 29).
Y no eran sólo los provincianos quienes se
asombraban, pues también los judíos de Jerusalén, sabiendo que Jesús no había
pasado por las escuelas rabínicas, y maravillados ante la maestría con que
llevaba las discusiones en los patios del Templo, preguntaron. «¿Cómo sabe éste
letras, no habiendo estudiado?» Por «letras» hemos de entender «teología» según
se enseñaba en las escuelas de Jerusalén. La contestación del Señor pone de
manifiesto los principios fundamentales tanto de su enseñanza como de la manera
en que se había de recibir: «Mi doctrina (enseñanza) no es mía, sino de aquel
que me envió. El que quisiere hacer su voluntad (la de Dios) sabrá de la
doctrina, si viene de Dios, o si yo hablo de mí mismo» (Jn. 7:15-17).
LOS MÉTODOS DE LA ENSEÑANZA
El Señor, como Maestro perfecto, variaba sus
métodos según el tema, la ocasión, y la capacidad y preparación de sus oyentes,
pasando por toda la gama de posibilidades de expresión verbal, desde la máxima
sencillez de las ilustraciones caseras, hasta la sutileza dialéctica de las
discusiones en el Templo, o las majestuosas resonancias del estilo
apocalíptico.
El lenguaje figurativo
Este método
es tan importante, especialmente en lo que se refiere al maravilloso ministerio
parabólico de Cristo, que tendrá que tratarse extensamente en la Sección IX.
Se menciona aquí para ayudar al lector a ver el tema en su debida perspectiva.
La repetición de las enseñanzas
Todo buen maestro sabe que las lecciones que
quiere pasar a sus discípulos no pueden grabarse en la memoria de éstos aparte
de sabias repeticiones y repasos, dentro de una oportuna variedad de
expresión. Hoy en día, en el Occidente, el libro de texto facilita el repaso,
pero el maestro oriental de siglos pasados no disponía de tal ayuda, e insistía
en que sus alumnos aprendiesen sus lecciones de memoria. En la Sección V, al
tratar del lenguaje de Juan y de los evangelistas sinópticos, notamos que los
eruditos en la materia disciernen formas poéticas, que habrán correspondido a
las enseñanzas en arameo antes de ser traducidas al griego, y todos
comprenderán que la reiteración simétrica de los conceptos por medio del
paralelismo de la poesía hebrea habrá sido un poderoso auxilio para retenerlos
en la memoria.
Naturalmente los sustanciosos aforismos que
plasmaban conceptos de valor eterno no habían de utilizarse una sola vez, frente
a un solo auditorio, para no repetirse jamás. La repetición era necesaria, y
explica el hecho de encontrarse dichos muy parecidos en contextos muy
diferentes. Tratándose de un largo discurso, como el llamado Sermón del Monte,
que Lucas coloca en forma abreviada en el contexto de su capítulo 6:17-49,
hemos de pensar quizá en una labor de redacción de parte del Evangelista más
bien que en una repetición, pero muchos de los aforismos del Sermón se hallan
diseminados por los Evangelios, y en este caso sí se trata de repeticiones.
En algunas ocasiones el Señor esbozaba sus
enseñanzas en líneas generales ante las multitudes, volviendo a detallarlas luego
en privado, con las oportunas interpretaciones, para la instrucción más
profunda de los discípulos, los encargados de proclamar el Evangelio y edificar
la Iglesia después de su partida (Mt. 13:10, 36, etc.).
La sencillez de las enseñanzas
«Dad, y se os dará; medida buena, apretada,
remecida y rebosante darán en vuestro seno; porque con la medida con que medís,
os volverán a medir» (Le. 6:38). Nuestra vista se fija en este dicho del Señor,
como habría podido fijarse en centenares más, como ejemplo maravilloso de la
sencillez de expresión que se emplea como vehículo para las enseñanzas más
profundas. Cuando hablamos de la «sencillez» no queremos decir en manera alguna
«lo elemental», pues no hay máxima alguna en las enseñanzas del Maestro que no
sea un pozo profundo de donde podemos sacar agua espiritual de inigualable
pureza. Si nos fijamos en el texto, veremos que su fuerza se deriva de la
metáfora sencilla y comprensible que es la que da base al concepto. Un alma
generosa da, vertiendo una medida llena de generosa ayuda en el «seno»
de su vecino (los pliegues de la ropa servían de bolsillos). No piensa más en
el asunto, pero al paso del tiempo nota que la «bendición» vuelve en abundancia
a su «seno», por las buenas providencias de Dios. El mismo concepto habría podido
expresarse por los términos abstractos de la teología o de la filosofía, pero
el Maestro «concreta» sus enseñanzas en formas que casi podemos llamar
«palpables».
Preguntas y respuestas
El Maestro
no necesitaba la ayuda de la moderna pedagogía sicológica para saber que las
verdades no se asimilan sin la participación activa de quien aprende, y que es
necesario, no sólo instruir, sino hacer pensar al discípulo. Se
podría escribir un libro profundo y edificante sobre las preguntas que
el Maestro dirigía a otros, con las respuestas de los tales, juntamente con
>us respuestas a las preguntas que le dirigían a El. Un ejemplo de
una pregunta que hacía pensar es la que Cristo dirigió a Pedro sobre el
asunto de la recolección de las dos dracmas para el Templo: «¿Qué te parece,
Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran los impuestos o el censo? ¿De
sus hijos o de los extraños?» (Mt. 17:24-27). Otra, dirigida a los «guías
ciegos», >e halla en Mateo 22:41-45: «¿Qué os parece del Mesías? ¿de }uién
es hijo?...», que puso al descubierto la pobreza de los conceptos de los
príncipes sobre el Mesías que decían esperar. Otras preguntas subrayan la
necesidad de llegar a decisiones: «¿Queréis vosotros iros también?... ¿Quién
decís vosotros que soy yo?» (Jn. 6:67; Mt. 16:15).
Lecciones gráficas
En las condiciones de su día el Señor no disponía
de encerado y de tiza, ni de otras ayudas visuales que se han popularizado
modernamente, pero hacía servir las personas, los objetos y los sucesos del día
para los mismos efectos. Así puso a un niño en medio de los discípulos para
subrayar lecciones de humildad y de fe (Mt. 18:1-6); maldijo una higuera
estéril para enfocar su atención en unas grandes verdades sobre la fe, la
oración, y la necesidad de llevar fruto (Mr. 11:12-14; 20-25); y aprovechó dos
trágicos sucesos del día para anunciar a todos: «Si no os arrepintiereis, todos
pereceréis igualmente» (Le. 13:1-5). El lector podrá acumular muchos ejemplos
más.
EL MAESTRO, Y EL FONDO ESPIRITUAL Y RELIGIOSO DE
SU DÍA
La gran originalidad de las enseñanzas del
Maestro no debe hacemos olvidar los enlaces que existían entre El y el pensamiento
religioso pasado y contemporáneo. Hemos visto que hablaba ante un pueblo que
gozaba de una formación espiritual y religiosa, aunque mucha de la ventaja se
perdía ya a causa de los sofismas de los escribas. Algunas observaciones son
necesarias para precisar sus relaciones con los profetas del AT, con Juan el
Bautista y con los rabinos de su día.
El Maestro y los profetas del Antiguo Testamento
Como
«profeta» Jesús se halla en la línea de sucesión de los siervos de Dios de la
dispensación anterior, pues continúa y completa sus enseñanzas, según la
declaración magistral de Hebreos 1:1-2: «Dios, habiendo hablado a los padres en
diferentes ocasiones y de diversas maneras, por los profetas, al final de aquellos
días nos ha hablado por su Hijo.» El mismo Dios que habló por sus siervos en la
antigüedad habla por su Hijo en la nueva era de gracia, de modo que es
inconcebible una falta de continuidad. De hecho el Maestro siempre tomaba las
declaraciones del AT como punto de partida, y acudía constantemente a ellas,
tanto para sus argumentos como para sus ilustraciones. Esta relación se
expresa con notable énfasis por el Señor al decir a los judíos de Jerusalén:
«Si vosotros creyeseis a Moisés, creeríais en mí, porque de mí escribió él. Y
si a sus escritos no creéis, ¿cómo creeréis a mis palabras?» (Juan 5:46, 47).
El tema es muy amplio, pues una consideración
adecuada exigiría el estudio de todas las citas que saca el Maestro del AT,
con una consideración de los grandes temas proféticos que se recogen en las
enseñanzas de Cristo, juntamente con la apreciación del elemento de
«cumplimiento» y de «consumación» que lleva los conceptos del AT a un plano
mucho más elevado al tratarse de la revelación personal hecha por el Verbo
encarnado. Hemos meditado ya en un caso sublime de este principio al ver cómo
el Señor lleva la Ley de Moisés a su consumación espiritual e interna (Mt.
5:17^48). En este lugar no podemos más que hacer constar la continuidad y la
consumación de las enseñanzas del AT en la doctrina de Jesucristo.
El Maestro y Juan el Bautista
Juan como precursor. La importancia del ministerio de Juan se pone de
relieve en los cuatro Evangelios, y de él declaró Gabriel. «Hará que muchos de
los hijos de Israel se vuelvan al Señor su Dios, e irá delante de él [el
Mesías] con el espíritu y el poder de Elias... a fin de prepararle al Señor un
pueblo apercibido.» Cumpliendo las profecías de Isaías 40:3 y Malaquías 4:5,
6, el Bautista era el último y el mayor de los profetas de la antigua
dispensación, al par que anunciaba la llegada del nuevo día en la persona del
Mesías.
Juan como
predicador. Hay una
extraordinaria riqueza de doctrina en los resúmenes del ministerio de Juan que
hallamos en Mateo 3, Lucas 3 y Juan 1, destacándose no sólo el tema del arrepentimiento,
simbolizado por el bautismo, sino también: 1) el de la vanidad ponzoñosa de la
religión de los fariseos y de los saduceos (Mt. 3:7), que continúa parecidos
temas proféticos, y sirve de introducción a las denuncias del Señor (Mt. 23);
2) la posibilidad de una nueva raza espiritual derivada de Abraham (Mt. 3:9);
3) la necesidad de frutos dignos del arrepentimiento, que señalan la calidad
del árbol (Mt. 3:10, comp. 7:16-20); 4) el juicio que caerá sobre quienes no se
arrepienten y se disponen a recibir al Mesías (Mt. 3:12, etc.); tema que halla
repetido eco en las enseñanzas del Maestro; 5) varias importantes enseñanzas
sobre la preeminencia del Mesías que había de manifestarse, con su obra de
salvar, juzgar y bautizar con el Espíritu Santo. En Juan hallamos también la
gran declaración sobre el Cordero de Dios (Mt. 3:11, 12; Le. 3:16-17; Jn. 1:26,
27, 29); 6) el tema «Arrepentios, porque el reino de los cielos se ha
acercado» (Mt. 3:2) se recoge por el mismo Señor como proclama ya conocida al
iniciar su misión en Galilea (Mt. 4:17), y las indicaciones que hemos
adelantado muestran que el germen de las enseñanzas de Cristo se halla en las
predicaciones de Juan el Bautista. Su labor de preparación y de enlace fue
admirablemente realizada por el hombre fiel, dispuesto a menguar con tal que el
Cristo creciera.
El Maestro y los doctores de la Ley
Un punto de contacto. Por ocupar ellos «la cátedra de Moisés» era
necesario escuchar a los escribas, pues, a pesar de los envoltorios de sus
tradiciones, leían la Palabra de Dios (Mt. 23:2, 3). He aquí un punto de enlace
entre el Maestro y los doctores: la presencia física de la letra del AT que
copiaban y transmitían con cuidado minucioso. Al hablar de los fariseos hicimos
notar que toda la secta no había de ser juzgada por las extravagancias de los
peores, puesto que entre ellos se hallaban hombres y mujeres de comprensión y
de fe. De igual forma sin duda había doctores de la Ley cuya vista traspasaba
la costra de la tradición para recrearse en las verdades de la revelación del
AT. Uno de los escribas expresó su plena aprobación del resumen de la Ley en
términos de un amor total a Dios y al prójimo, y a él pudo decir Jesús: «No
estás lejos del Reino de Dios» (Mr. 12:28-34).
La
divergencia por la hipocresía. Las graves denuncias que el Señor dirigió contra los fariseos y
escribas, y que Mateo recoge en el capítulo 23 de su Evangelio, se basan sobre
todo en el divorcio entre las enseñanzas y la conducta moral de los
enseñadores, «porque dicen y no hacen» (Mt. 23:3). Querían puestos elevados y
buscaban las ceremoniosas salutaciones en las plazas, mientras que, al abrigo
de su pretendida piedad, devoraban las casas de las viudas. Por su oposición a
la luz divina se constituían en los sucesores de los judíos rebeldes que habían
matado a los profetas del AT que denunciaban los pecados de su día. Ha de
leerse todo el capítulo 23 de Mateo para comprender el grado de divergencia que
existía entre el Maestro y aquellos guías ciegos.
La divergencia a causa de la tradición.
Cuando se permite que una barrera de tradición oral se levante alrededor de la
Palabra de Dios, siempre surgen interpretaciones casuísticas que favorecen el
bolsillo o la posición de los poderosos, y obran en contra de quienes buscan la
sencillez. El Maestro se oponía con severí- sima rectitud a tergiversaciones
del sentido real del sábado (Le. 14:1-6, etc.), y a «tradiciones» que
invalidaban los principios fundamentales de la Ley (Mr. 7:1-13). Sus ataques
contra los intereses creados de la religión le granjearon el odio creciente de
los fariseos, escribas y sacerdotes, quienes, aun en el principio del
ministerio en Galilea, procuraron matarle (Mr. 3:6). Pero el Maestro tenía que
enarbolar el principio fundamental de la justicia, y el odio de los hipócritas
había de ser el medio humano para llevarle a la cruz donde, a través de la
obra de expiación, había de proveer una justicia imputable a todos los fíeles.
Pero la misma obra también echó el fundamento de todo juicio futuro, que se ha
encomendado en las manos del Hijo del Hombre, quien discierne los pensamientos
e intentos de todos los corazones y pagará a cada uno conforme a sus obras
(Mt. 10:26; He. 4:12; Ro. 2:6, 16).
LOS TEMAS DE LAS ENSEÑANZAS
Los
discursos y las enseñanzas del Señor se revestían de tanta importancia que
quien las recibía para ponerlas por obra fundaba la casa de su vida aquí abajo
y en la eternidad sobre una peña inconmovible, y quien las desoía no podía
hallar fundamento seguro para ningún proyecto suyo (Mt. 7:24-27). Tanto es así que
sus palabras encierran la semilla de la inmortalidad, pues declaró: «De cierto,
de cierto os digo que si alguno guardare mi palabra jamás verá la muerte» (Jn.
8:51). Los evangelistas distinguen claramente entre los discursos públicos y
los privados, pero no es posible hacer una división entre «predicaciones» y
«enseñanzas», ya que el Maestro derramaba las divinas riquezas de sus
enseñanzas en todos sus discursos, y nada sabía de un «Evangelio sencillo» sin
sustancia doctrinal. Ejemplo de ello es que reservó para los oídos de la
samaritana las enseñanzas más profundas sobre la adoración (Jn. 4:21-24). Los
temas que trataba, por ser tan profundos y tan numerosos, estando diseminados
además por todas partes de los Evangelios, requerirían un libro para su debido
estudio y análisis, de modo que no podemos hacer más que mencionar algunos que
descuellan por su importancia, y que han de servir como muestras de tantos
otros que podrá trazar el estudiante diligente. Dejamos la enseñanza parabólica
para la próxima Sección.
De hecho es imposible separar las enseñanzas de
la persona del Señor de sus obras de poder, puesto que no se pronunciaban en un
vacío, sino que surgían del hecho del Verbo encarnado que cumplía su ministerio
en la tierra, y, además, se asociaban con los milagros, y a menudo se motivaban
por éstos. Si intentamos un análisis de algunas de las enseñanzas (en forma muy
abreviada) es únicamente en los intereses de una mayor claridad, y después
todo ha de sintetizarse de nuevo en torno al Enseñador.
Las enseñanzas acerca de Dios
Cristo no expone una teología ordenada, a la
manera de los tomos modernos de dogmática, sino que las referencias a Dios se
motivan por los incidentes de su ministerio y surgen del abismo luminoso de su
conocimiento total y esencial del Padre (Mt. 11:27). La gloria de Dios, es
decir la trascendencia en forma visible de los atributos de Dios, resplandecía
en su mismo rostro, de modo que cuanto hacía y decía revelaba a Dios. Verle era
ver al Padre, y conocerle era conocer al Padre (Jn. 14:9; 1:14, 18; 2 Co.
4:4-6).
La esencia de la Deidad
La única enseñanza acerca del ser de Dios (en
sentido metal'í- sico) se dio a la samaritana: «Dios es Espíritu», y aun así el
propósito práctico y devocional es muy claro, pues: «los que le adoran, en
espíritu y en verdad es necesario que le adoren» (Jn. 4:24).
El Padre en relación con el Hijo
Normalmente las referencias al Padre se unen a la
mención del Hijo y se relacionan con la misión que éste cumplía sobre la tierra
(véase Sección VI, págs. 120, 133-136). Las relaciones eternas se destacan de
un modo sublime en Juan 17.
La Santa Trinidad
La profunda verdad de la Deidad, que es una y a
la vez admite la diversidad de lo que llamamos «personas» (por falta de un
término que refleje un concepto más allá de los recursos lingüísticos de los
hombres), se echa de ver claramente en las enseñanzas de Jesús. No vamos a
repetir la evidencia aducida en la Sección VI sobre la plena deidad del Hijo,
pero hacemos constar que, en el discurso en el cenáculo, especialmente, el
Maestro anuncia la próxima llegada del Paracleto, el Espíritu Santo, quien le
ha de sustituir en la tierra, y en sus palabras discernimos la «diversidad en
la unidad» que es tan característica también de las relaciones del Padre y del
Hijo (Jn. 14:16-19, 26; 16:7-16). El hecho de que el Hijo encarnado hable en
tercera persona del Padre y del Espíritu muestra la diversidad, pero al
manifestar su perfecta unión con ellos, y la identidad de esencia y de pensamiento,
al llevarse a cabo los diversos aspectos de la misión de la redención,
manifiesta también la unión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en el
misterio de la Deidad. La verdad que se deduce de las conversaciones del
cenáculo se expresa claramente en la fórmula bautismal de Mateo 28:19.
Es un craso
error procurar hacer ver que Cristo presenta a Dios como Padre amante y
perdonador en los Evangelios, en contras te con el Dios-Jehová, vengativo y
cruel, del AT. Los santos sumisos y fieles del AT llegaron a experimentar muy
íntimamente las misericordias y el amor de Jehová, mientras que Jesús enseña
que la «ira de Dios» se cierne sobre todo hombre incrédulo (Jn. 3:36) y echa
solemnísima luz sobre los temas de la rebelión del hombre y sobre el juicio que
le espera (Jn. 5:28-29; Le. 13:1— 9; Mt. 23:33-36, etc.). Con todo, el tema de
Dios como Padre es típico de la enseñanza del Maestro, y en él la revelación de
Dios al hombre llega a nuevas alturas de gracia y de bendición. El Padre, por
ser Padre, ama y cuida de los suyos, pero su amor no deja de ser «amor santo»,
que no admite la tergiversación de las normas esenciales de su justicia.
4.
El Maestro habla de una actitud «paterna» de
parte de Dios en sus providencias frente al hombre como tal, ya que «hace salir su sol sobre malos y buenos,
y hace llover sobre justos e injustos» (Mt. 5:45); como «hijos de su Padre
celestial» los discípulos tenían que manifestar amor aun para con sus enemigos.
Esta actitud paterna y universal de Dios para con la raza descansa sobre el
doble hecho de su obra creadora y de su providencia, o sea, el orden que
mantiene dentro de su creación, y Pablo también enseñó que el hombre es «del
linaje» de Dios, quien, por lo tanto, determina el orden de los tiempos y de
las habitaciones de su criatura. Pero no ha de confundirse esta enseñanza
bíblica con la idea muy generalizada de que Cristo enseñó que Dios es el Padre
de todos los hombres, siendo éstos hermanos, y que por fin recogerá a todos en
su casa paterna. Al contrario, el Maestro subraya el abismo que el pecado ha
labrado entre el hombre pecador y rebelde y el Dios que es en todo justicia y
santidad. Se ha perdido toda semejanza moral entre el Creador y la criatura, y
los judíos —ciertamente no los peores hombres de su tiempo— eran «hijos de su
padre el diablo», por manifestar en su conducta las obras e inclinaciones de
Satanás (Jn. 8:44).
El Maestro reitera constantemente la
relación peculiar e intransferible que existe entre el Padre y el Hijo.
Hemos dado ya muchas citas sobre la mística unión entre el Padre y el Hijo, que
no hemos de repetir aquí (véase Sección VI, págs. 122, 131- 135). En manera
alguna puede la criatura participar en esta relación que es totalmente divina,
y ha de rechazarse toda idea de que el hombre puede «divinizarse» por refinarse
y llegar a una unión mística con Dios. Hemos notado anteriormente que el Señor
nunca habla de «nuestro Padre», incluyendo a los discípulos consigo mismo en
una nueva relación de «hijos», sobre el mismo plano, sino que hace la
distinción de «mi Padre y vuestro Padre». Con todo, la relación de los
creyentes con el Hijo es la base de su nueva relación con el Padre sobre el
plano que les corresponde.
5.
El Maestro
enseñaba a los discípulos a llamar a Dios su «Padre celestial» y que los fieles formaban una nueva familia
espiritual a la que entraban por el nuevo nacimiento. El hombre que ama las
tinieblas más que la luz no tiene parte en esta familia, sino el que recibe al
Enviado con fe, y en cuyo ser opera el Espíritu Santo: «A todos los que le
recibieron dioles la potestad de ser hechos hijos de Dios; es decir, a los que
creen en su nombre; los cuales no fueron engendrados de sangre, ni de voluntad
de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios [ek tou Theou de la
sustancia de Dios]» (Jn. 1:12, 13). Aun el sabio Nicodemo, dechado de moralidad
probablemente, tenía que «nacer de arriba» por la operación del Espíritu Santo
para poder entrar en el Reino de Dios (Jn. 3:3-8). Las enseñanzas de Mateo 18:\-A
nos hacen saber que no hay entrada en el Reino de los Cielos sin la humildad,
la «pequeñez» y la fe de un niño (comp. Mt. 19:14). Son estos hijos espirituales
los que aprenden a orar a su Padre celestial que está en los Cielos, y cuya
conducta ha de reflejar en la tierra la naturaleza de su Padre (Mt. 6:9-15;
5:43-48).
Existe una maravillosa unidad entre los hijos, el
Hijo y el Padre, pero la gloria que reciben los hijos no es la que tuvo el
Hijo antes de que el mundo fuese, sino la que el Padre le ha dado como
triunfante Hijo del Hombre. En esta gloria los hijos participan; en aquélla, no
(Jn. 17:5, 22, 23).
Desde luego
la doctrina del nuevo nacimiento y de la familia espiritual ha de entenderse a
la luz de la obra de la cruz que hizo posible que se abriera por medio de la
resurrección una gloriosa fuente de vida, pues sólo en vista del hecho de la
expiación y de la redención pudo Dios damos «vida juntamente con Cristo» (Ef.
2:5; comp. 1 P. 1:3).
Los hombres ante Dios
Job y los salmistas habían declarado que «el
temor de Jehová es el principio de la sabiduría», y el Maestro recalcó la misma
verdad. Dios es todo, y los hombres no son nada. Aun en su odio homicida contra
el Cristo y quienes le siguen, no pueden hacer más que matar el cuerpo antes
del tiempo de su disolución normal (si tal fin está dentro de la voluntad
permisiva de Dios), y por eso el Maestro exhortó a los suyos: «No temáis a los
que matan el cuerpo, y después de eso ya no pueden hacer más; empero yo os
indicaré a quién debéis temer: temed a aquel que, después de haber matado,
tiene potestad de echar en el gehena; sí os digo, a éste temed» (Le. 12:4, 5;
comp. Jn. 19:11). El «temor de Dios» que aquí se enseña no es el temblar de un
ser atemorizado ante un tirano poderoso, sino sencillamente el tomar en cuenta
el hecho primordial de que Dios es el Creador, el Sustentador, el Redentor (por
gracia suya) y el Juez de todos. «Temer» las cosas, las circunstancias y a los
hombres, pues, es una locura que descentra la verdadera vida de la criatura. En
el mismo pasaje, y a continuación de las palabras citadas, el Maestro insiste
en la cordura de una vida de fe, de una actitud que depende en todo de Dios
(Le. 12:6,7,22-34). Del santo temor y de la confianza de la fe nace el
precepto: «Buscad primeramente el Reino de Dios y todas estas cosas os serán
añadidas.»
Las enseñanzas del Maestro sobre su propia
persona
Las
abundantes citas de la Sección VI nos ahorran la necesidad de escribir
extensamente sobre este tema aquí. El lector debe recordar que el Maestro
atraía deliberadamente las miradas de los hombres sobre su persona, esperando
su reacción, no tanto a sus palabras y obras, sino a sí mismo, revelado a
través de ellas, siendo él mismo «el Camino, la Verdad y la Vida». Tal énfasis,
que sería un loco desvarío en otro alguno —en cualquiera que no fuera Dios por
naturaleza—- se entiende como la misma razón de ser de los Evangelios, que no
son sino el retrato del Dios Hombre, el único Revelador y el único Mediador
entre Dios y los hombres, según su declaración: «Ésta, empero, es la vida eterna:
que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú
enviaste» (Jn. 17:3).
Las enseñanzas del Maestro sobre el amor
Es evidente la relación entre el tema de Dios
como Padre y el del amor, puesto que el uso de tal título nos hace pensar en
Dios como fuente de amor: «Padre... me amaste antes de la fundación del
mundo... los amaste a ellos como me amaste a mí» (Jn. 17:24 con 23).
El verbo griego «amar», en este elevado sentido,
es «agapao», que tiene por sustantivo correspondiente «ágape». Para entender
este vocablo no sirve acudir a los modelos clásicos ni al uso cotidiano que se
refleja en los papiros contemporáneos, ya que, por la enseñanza de Cristo y de
sus apóstoles, ha sido elevado a esferas donde nunca llegó ni pudo llegar en el
discurrir de los hombres, siendo reflejo de la misma naturaleza de Dios, pues
«Dios es amor». Hemos de considerar el amor de Dios en acción para
comprenderlo: «Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo
unigénito...» (Jn. 3:16). El mundo de los hombres nada merecía, pero el
amor de Dios le impulsó a un acto de pura gracia que entrañó el máximo
sacrificio: el dar a su Hijo, no sólo para pisar este pobre suelo, sino a la
muerte de expiación (comp. Jn. 3:14, 15).
Se entiende el amor divino mejor si se contrasta
con su antítesis: el egoísmo del hombre caído, que todo lo quiere para él mismo,
sea como sea, y sufra quien sufra. Dios es necesariamente el centro de todas
las cosas, pero, siendo amor, su gracia fluye en superabundancia con el afán de
bendecir; el hombre, indebidamente, contra la naturaleza de su ser creado, se
ha colocado a sí mismo en el centro de su vida, y el egoísmo quisiera ser un
imán que atrajera todo hacia su usurpada autoridad. Pero los otros «egos» quieren
operar en el mismo sentido, que es contrario al primero, lo que produce
inevitablemente las luchas, las desilusiones, las envidias, los odios y los
homicidios.
El misterio de la Trinidad hizo posible un
ejercicio perfecto del amor, como esencia del Ser de Dios, aun antes de haber
ninguna cosa creada (Jn. 17:24). La creación espiritual y material ha de
entenderse como una obra del amor de Dios, quien quisiera derramar su amor
sobre sus criaturas, y recibir el amor de ellas, pues, en inocencia, son
capacitadas para amar, siendo hechas a imagen y semejanza de Dios (Gn. 1:26).
El Maestro enseña que el pecado rompe la relación
de amor, y la convierte en odio entre los hombres rebeldes. «Yo os conozco —dijo a los judíos— que no
tenéis amor a Dios en vosotros» (Jn. 5:42). «Los hombres amaron las tinieblas
más que la luz porque sus obras son malas» (Jn. 3:19). «El que a mí aborrece,
también aborrece a mi Padre. Si no hubiese hecho entre ellos las obras que
ningún otro hizo, no tendrían pecado; mas ahora, no sólo han visto, sino que
han aborrecido tanto a mí como a mi Padre» (Jn. 15:23, 24; comp. Jn. 8:37-44).
Con todo, enseña que Dios ama al mundo con el
deseo de salvar a los hombres. El lugar
clásico que describe este «amor salvador» se halla en Juan 3:14-21 ya citado.
Halla su perfecta ilustración en la parábola del Hijo prodigo (Le. 15:11-32) y
se encama en Cristo, quien «vino para buscar y salvar lo que se había perdido».
No sólo eso, sino que, siendo Rey y Señor de todos, «no vino para ser servido
sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Le. 19:10; Mr. 10:45).
Pero el amor de Dios provee la salvación sobre la base de la obra de la cruz,
que deja sin menoscabo su justicia, y es compatible con la constante «ira de
Dios» que irradia de su Trono de justicia contra todo lo que es pecado (Jn.
3:36).
El Maestro enseña que los fieles son objeto de un
amor especial, tanto del Padre como del Hijo. He aquí uno de los temas que más se destacan en las conversaciones en
el cenáculo: «Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado»... «El
que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él... Si
alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y
haremos con él morada» (Jn. 13:34; 14:21-23, etc.). Estos versículos destacan
claramente la base del amor del Padre para con los suyos, que es la relación de
éstos con el Hijo por la fe, amor y obediencia.
El Maestro enseña que toda la antigua Ley se
resumía en el ejercicio de un amor perfecto para con Dios y el prójimo. Véanse sus
conversaciones con el doctor de la Ley en Lucas 10: 25-37 y con otro en Marcos
12:28-34. El amor que diera todo su corazón a Dios no había de ofenderle en
nada, y, parecidamente, el amor que considerara tan sólo el bien del prójimo, no
necesitaría mandamientos para limitar los efectos del egoísmo, de la avaricia
y de la violencia. Naturalmente nadie ha cumplido la Ley en tal sentido, y tan
sublime principio condena todos los movimientos de nuestro envilecido corazón.
Con todo, el principio es importante, porque nos lleva a la ley fundamental del
Reino.
El Maestro enseña que el amor es la ley básica en
su Reino. Esta ley del amor
presupone la obra de la cruz, la «muerte al pecado» en Cristo del creyente y el
don del Espíritu Santo, cuyo fruto es el amor y las demás virtudes con él
asociadas (Gá. 5:22, 23); es del todo imposible que la carne rinda el fruto del
amor, que es la negación del egoísmo que informa y gobierna la carne; es algo
que pertenece enteramente a la nueva creación en Cristo.
6.
El amor produce la obediencia, siendo ésta la prueba de que en verdad existe:
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos... el que tiene mis mandamientos y
los guarda, ése es el que me ama... esto os mando, que os améis los unos a los
otros» (Jn. 14:15, 21; 15:12, 17). Desde luego, los mandamientos aquí no son
los del Sinaí, sino todo el cuerpo de doctrina que el Señor nos ha dejado
personalmente y por sus apóstoles, que rebasan ampliamente el limitado marco
del decálogo.
El amor al Señor es la base de todo
verdadero servicio. Pedro había fallado lamentablemente la noche de la
traición, pero fue restaurado a la comunión con su Señor por medio de una
entrevista privada (Le. 24:34) y al servicio público mediante la conversación
que Juan refiere en 21:15-22: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?» «—Sí, Señor...»
«Apacienta mis corderos... pastorea mis ovejuelas...» No es éste el lugar para
notar todos los matices de este intercambio conmovedor entre el Maestro y el
discípulo, pero sí recalcamos que Pedro no podría «pescar» ni «pastorear» sino
por el impulso de un rendido amor al Señor. El principio es universal, pues la
preparación, los dones, y aun lo que suponemos ser el llamamiento del Señor, no
son más que los elementos externos del servicio cuya fuerza motriz ha de ser el
amor, que no es sino la débil respuesta de nuestra parte al amor que todo lo
dio por nosotros (2 Co. 5:14, 15).
Todo lo antedicho nos hará saber que el «agape»
es «amor divino», que sólo puede reflejarse en la criatura por la operación del
Espíritu de Cristo, y que ha de distinguirse netamente del «amor amistad», del
«amor sexual» y aun del dulce «amor materno». Sólo la meditación en las
enseñanzas de Cristo y de los apóstoles, y la contemplación del amor de Dios
manifestado en Cristo, podrán elevar este vocablo de su estado humano de
postración o de degradación para que sirva como signo que revele el corazón de
Dios.
Las enseñanzas del Maestro sobre el significado
de su propia muerte
La doctrina de la cruz, tal como se desprende de
las mismas palabras del Dios-Hombre, es de una importancia tan trascendental
que se tratará ampliamente en la última Sección de este libro.
Las enseñanzas del Maestro sobre el Espíritu
Santo
El advenimiento del Mesías introduce el siglo de
poder espiritual, y los Evangelios nos preparan para el magno acontecimiento
del día de Pentecostés, puesto que el Espíritu no podía ser dado en su plenitud
hasta que el Dios-Hombre hubiese consumado su obra en la tierra y fuese
glorificado (Jn. 7:39). Hay numerosas referencias al Espíritu Santo en la boca
del Maestro, pero las limitaciones de espacio nos impiden hacer más que notar
algunos aspectos fundamentales del tema.
El Espíritu
Santo y el Mesías. El descenso del Espíritu Santo sobre Jesús señaló el principio de su
ministerio público (Mt. 3:16, 17), hecho histórico que confirmó el Maestro por
aplicarse a sí mismo la profecía mesiánica de Isaías 61:1, 2: «El Espíritu del
Señor es sobre mí porque me ungió. Hoy se ha cumplido esta escritura en
vuestros oídos» (Le. 4:18, 21). En controversia con los fariseos declaró: «Mas
si yo por el Espíritu de Dios echo fuera a los demonios, ciertamente ha llegado
ya a vosotros el Reino de Dios» (Mt. 12:28). El Hijo-Siervo obraba por el poder
del Espíritu de Dios, que era también el Espíritu de Cristo.
El Espíritu Santo y el nuevo nacimiento. Se ha notado ya que los hijos nacen en la nueva
familia por la operación del Espíritu de Dios, quien es siempre el Vivificador
(Jn. 3:5-8). Por medio del simbolismo del «agua viva» el Maestro enseña que el
mismo Espíritu que vivifica, también satisface plenamente a quienes acuden a
Dios por medio de Cristo (Jn. 4:13, 14; 7:37-39).
El Espíritu Santo y los siervos de Dios. Los profetas del antiguo régimen hablaron por
medio del Espíritu (Mt. 22:43) quien también dará la palabra a los santos
perseguidos (Mr. 13:11). En relación con la obra del gran Testigo se dice que
«Dios no da su Espíritu por medida» (Jn. 3:34), pero el principio es general
para todo aquel que se pone a la disposición de Dios con ánimo de servirle.
El gran acontecimiento futuro. Comentando la profecía del Señor que anunció el
advenimiento del Espíritu (Jn. 7:37-39), Juan explica en un importante
paréntesis: «Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en
él; pues aún no había sido dado el Espíritu por cuanto Jesús no había sido
todavía glorificado.» Desde luego, el Espíritu había obrado de distintas
maneras desde la creación del mundo (Gn. 1:2), pero aquí se señala un
advenimiento especial, en plenitud, que había de inaugurar una nueva
dispensación del Espíritu. Con esto concuerda la enseñanza del Maestro en el
cenáculo, y de todos es sabido que, al explicar a los suyos las condiciones y
provisiones para el período de su ausencia personal, el Maestro recalcó
especialmente que el Paracleto, el Espíritu de Verdad, le había de reemplazar
como ayudador y guiador de los discípulos. Tan importante había de ser la
venida del Espíritu en esta nueva modalidad, que Cristo dijo: «Os conviene que
yo vaya, porque si no me fuere, el Paracleto no vendrá a vosotros; mas si me
fuere, os le enviaré» (Jn. 16:7).
Las
enseñanzas en el cenáculo. De hecho las doctrinas básicas sobre el Espíritu Santo se hallan en
Juan 14 y 16, Romanos 8 y Gálatas 5. Hay múltiples referencias en otras
Escrituras que derraman luz sobre la persona y obra del Espíritu Santo, pero
todo lo esencial de la enseñanza se da en los pasajes que hemos mencionado. Los
detalles de la doctrina del Espíritu Santo tal como se presentan en las
conversaciones del cenáculo constituyen un estudio profundo, y no podemos hacer
más que llamar la atención del estudiante a los puntos siguientes:
7.
Toma el lugar de Cristo en la tierra
como «parakleto» («abogado defensor», «uno que es llamado en nuestro
auxilio»), de modo que los discípulos no han de quedar huérfanos al marcharse su
Maestro (Jn. 14:16-18).
8.
Es el Espíritu de Verdad, que les había
de enseñar todas las cosas y guiarles a toda verdad (Jn. 14:17, 26; 16:13, 14).
9.
Es el Espíritu de testimonio, que había
de obrar conjuntamente con los apóstoles en el gran cometido de dar a conocer
la persona y obra de Cristo al mundo (Jn. 15:26, 27; 16:14).
10.
Había de convencer al mundo de pecado,
de justicia y de juicio, pero siempre en relación con la persona de Cristo. Sin
los movimientos del Espíritu Santo nadie podría ser despertado a comprender su
pecado y su necesidad de un Salvador, bien que el hombre puede acallar la Voz
o dejarse llevar por ella (Jn. 16:8-11).
11.
La terminación y consumación de la revelación
escrita del NT dependía de la obra del Espíritu Santo en los apóstoles
(Jn. 14:26; 16:12-14).
El Señor Jesucristo es el Dador del Espíritu
juntamente con el Padre. Juan el
Bautista había profetizado que el Mesías «bautizaría con Espíritu Santo» como
rasgo típico de su obra (Mt. 3:11, etc.), afirmación que el Señor confirma en Juan
7:37-39 y en 16:7, etc. Después de su resurrección «sopló» en los discípulos y
les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn. 20:21-23), lo que constituyó un acto
simbólico anticipando el hecho de que habían de ser revestidos de poder
para su misión al serles enviado el Espíritu desde la diestra por el Señor
glorificado (Hch. 1:5, 8).
Las enseñanzas del Maestro sobre el hombre
El Señor no explicó ninguna ciencia de
antropología, sino que hacía observaciones en el curso de su ministerio sobre
los hombres y mujeres de carne, alma y espíritu que le rodeaban.
El alma, o vida interior del hombre, vale
infinitamente más que su cuerpo. «¿Qué
aprovechará al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma [vida
interior, «psyche»]?» (Mr. 8:36). Ya hemos tenido ocasión de notar que el
hombre no ha de temer a quienes no pueden hacer más que matar el cuerpo, sino
doblegar la rodilla delante de aquel en cuyas manos se halla su destino eterno
(Le. 12:4, 5). Se deduce claramente la doctrina de la inmortalidad del alma de
las declaraciones del Maestro, quien recalca además que el hombre es un ser
responsable, cuyos pensamientos y obras son conocidos de Dios y registrados
en el Cielo; de ellos habrá que dar cuenta, y aun de toda palabra ociosa (Mt.
12:36, 37). Percibiendo con absoluta clarividencia tanto el valor de lo
espiritual como lo efímero de la vida natural, el Maestro sentía una repulsa
ante los afanes egoístas y avariciosos del hombre, que se deja ver en su
contestación abrupta al hombre que quería aprovecharse de su prestigio para
solucionar un problema de herencia: «Hombre, ¿quién me constituyó sobre
vosotros juez o partidor?» A continuación refirió la parábola del «rico
insensato» que subraya la necedad de todo esfuerzo por enriquecerse y por
buscar la comodidad en esta vida si el hombre «no es rico en Dios» (Le.
12:13-21).
El valor
del alma y la misión del Hijo del Hombre. Si bien el valor del alma echa sobre el hombre
una responsabilidad solemne ante su Creador, también es cierto que llega a ser
el móvil del plan de salvación. Todo lo que concierne al hombre es de gran
importancia delante de Dios como Cristo señala por la hipérbole: «Mas aun los
cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (Le. 12:7). Eso se dice de los
fieles, pero igualmente se puede aplicar a cualquier hombre como «ser
redimible». Este es el tesoro escondido en el campo, por amor al cual el
Hombre vendió todo lo que tenía para comprar el campo (Mt. 13:44), que concuerda
con la gran declaración tantas veces citada: «El Hijo del Hombre vino para
buscar y salvar lo que se había perdido» (Le. 19:10). Él veía el escondido
valor humano dentro de cada publicano y pecador, de cada mujer llamada
«perdida», y para poderles recibir y salvar «dio su vida en rescate por muchos»
(Mr. 10:45). Su vida de infinito valor había de responder por las vi das
perdidas en el pecado, pero que llevaban en sí la posibilidad de la salvación
por la gracia de Dios.
La naturaleza pecaminosa del hombre. Algunos han dicho que el Maestro no hace
referencia a la Caída y al pecado original, que son doctrinas «inventadas» por
Pablo. De hecho el estado pecaminoso del hombre caído se halla implícito en
cuanto enseña el Maestro. Versículos como Juan 3:16 presuponen un estado
pecaminoso que desemboca a la perdición irremediable aparte de la intervención
de Dios que envía a su Hijo con el fin de que el hombre de fe se salve de tal
perdición y que reciba la vida eterna. La fuerte condenación de los judíos
rebeldes de Jerusalén lleva implícita en sí la doctrina de la caída: «Vosotros
sois de abajo, yo soy de arriba... moriréis en vuestros pecados... vosotros
sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis cumplir»
(Jn. 8:23, 24, 44).
Con todo, los hombres «siendo malos» saben «dar
buenas dádivas a sus hijos» (Mt. 7:11), que quiere decir que el hombre
pecaminoso no es incapaz de realizar obras familiares y sociales que sean
estimables en el medio indicado, pero que no sirven para nada cuando se trata
de la expiación de los pecados cometidos (véase abajo, «La enseñanza sobre la
salvación»).
El Maestro despreciaba las grandezas y glorias de
los hombres. Siendo él mismo el Rey
de gloria, el Señor sabía justipreciar todas las pretensiones del hombre
orgulloso y vanidoso, como también lo pasajero y lo mezquino de todas sus
obras. Estando Jesús en Perea, territorio de Herodes Antipas, los fariseos
tuvieron el mal acuerdo de querer asustarle con la amenaza de que Herodes
quena matarle. La contestación es contundente y revela claramente la actitud
del Dios-Hombre frente a quienes ocupaban tronos humanos fundados sobre el
crimen y el engaño: «Id y decid a esa zorra: He aquí, echo fuera demonios y
efectúo sanidades hoy y mañana, y al tercer día llego a mi consumación» (Le.
13:31-33). El Siervo-Rey seguía el camino trazado desde la eternidad, y lo que
Herodes opinaba o proyectaba carecía de toda importancia.
El
principio general consta en Lucas 16:15, que surge de las pretensiones
religiosas de los fariseos: «Porque lo que entre los hombres es altamente
estimado, abominación es a la vista de Dios.» Según este criterio celestial y
divino del Maestro, Él se deleitaba en el valor de muy subidos quilates de la
ofrenda, aparentemente insignificante, de la viuda pobre, mientras que los
discípulos se extasiaban ante los últimos edificios y adornos del Templo. El
Templo de Herodes era una de las maravillas artísticas del mundo, pero de todo
aquello profetizó el Señor: «No quedará piedra sobre piedra que no sea
derribada» (Mr. 12:41— 13:2).
Las enseñanzas del Maestro sobre la salvación
Incidentalmente hemos hecho muchas referencias al
tema de la salvación en el curso de los estudios anteriores. El fondo de la
doctrina de Cristo es el reconocimiento del estado perdido del hombre pecador,
tal como lo hemos notado en el apartado anterior. Un ser tan caído no podía
alzarse para llegar a Dios, y todas las «escaleras» de la religión resultaban
cortas.
La misión del Hijo es de salvación. «Yo he venido para que tengan vida, y para que
la tengan en abundancia» (Jn. 10:10), declaró el Señor en cuanto a las
«ovejas», y tales descripciones de su misión en la tierra abundan por doquiera.
La obra sanadora de Cristo ilustraba este sentido de su misión, que era
la de salvar, restaurar y bendecir al hombre arrepentido que creyera en Él.
Cada ciego que luego veía, cada paralítico que andaba, cada leproso que volvía
sanado y limpio a su hogar, cada muerto que volvía a la vida, mostraba, en
términos de la vida natural, lo que Cristo quería hacer en la región del
espíritu. El designio de Dios en cuanto al hombre no había de quedar frustrado,
sino llevarse a cabo mediante el Hijo Salvador. Las sanidades de los cuerpos
arruinados ilustraban la gran obra de salvación por la que el hombre volvería
a ser «hombre» en el verdadero sentido de la palabra, libre de la mancha del
pecado, sujeto de nuevo a la voluntad de Dios, poseedor de la vida eterna, y
encaminado ya hacia la resurrección del día postrero, por la que entraría
plenamente en la Nueva Creación. Tal es el sentido de las grandes obras de poder,
y la clara enseñanza de pasajes enteros que se hallan en Juan 3, 4, 5, 6, 9,
10, etc.
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